Peter Pan entre palos

Un año y medio después de sufrir una grave afección coronaria, Iker Casillas anunció su despedida oficial del fútbol. Fue una decisión protocolaria que cierra una trayectoria sin apenas parangón. Durante 20 años, Casillas alcanzó todas las cimas posibles, tanto en el Real Madrid como en la Selección española, en un periodo de esplendor que cada vez nos queda más lejano en el tiempo. Su recuerdo, no.

Casillas permanecerá en la memoria por todo lo que ganó, por su misteriosa capacidad para protagonizar paradas inolvidables y por su empatía con el hincha común. La gente adoraba a Casillas, le veía como uno de los suyos, un tipo normal con un punto de ingenuidad juvenil y su particular toque Lubitsch: ese algo indescifrable que se llama ángel.

Fue, sobre todo, el ídolo de los más jóvenes, de una generación que prefería ser Iker Casillas antes que cualquier otro jugador. Iker era uno de los suyos. Les gustaba porque no era el más alto, ni el más fuerte, ni el más ortodoxo de los porteros. Les gustaba porque en Casillas habitaba un atrevimiento juvenil y barrial, un Peter Pan del fútbol que se adueñó imprevistamente de la portería del Real Madrid.

Casillas era el sueño de cualquier chaval. Llegó al Madrid con nueve años y progresó por todos los equipos hasta alcanzar el primero. Con 17 años, le sacaron de una clase para incorporarse a la delegación profesional que viajaba a Noruega para disputar un partido de la Copa de Europa. Con 20, era titular indiscutible del Madrid, campeón del mundo juvenil y campeón de Europa. Más que jugador, Casillas representaba una fantasía envuelta en celofán dorado.

Iker Casillas posa con todos los trofeos conseguidos en su brilante etapa en el Real Madrid.

Transmitía felicidad, la clase de satisfacción de los futbolistas que no tienen duda alguna sobre su futuro: jugar toda la vida en el Real Madrid. Se trataba de una felicidad compartida por el pueblo llano. Fueron muchas las tardes y las noches donde su nombre se coreó solemnemente. ¡Iker, Iker, Iker! fue el estruendo más repetido durante 10 años en el Bernabéu. Había motivos para el reconocimiento de la hinchada. Iker Casillas salvaba partidos en acciones que parecían insalvables, a veces en partidos donde había cometido algún error grave. Ahí radicaba una de sus grandes virtudes como portero: archivaba inmediatamente el error y se olvidaba de él.

Zurdo, valiente y rápido, con un tren inferior poderoso que le ayudaba en la explosión, ágil y reactivo, Casillas no se homologaba con los porteros que empezaban a poblar el fútbol europeo. No era un armario, al estilo de Oblak, Courtois o Ter Stegen. Apenas llegaba al 1,80 y nunca fue un portento con los pies. Los más puntillosos, y no faltó gente puntillosa en su entorno profesional, le consideraban vulnerable en las salidas. Los más celosos, y tampoco faltaron los celos a su alrededor, envidiaban su popularidad, la mística que había establecido con los aficionados y la felicidad que irradiaba.

No le faltaron críticos, convenientemente desactivados por la sorprendente capacidad de Casillas para agrandar su mito con actuaciones memorables. Ninguna dejará tanta huella como su celebre intervención en el mano a mano con Robben, durante la final España-Holanda. Fue Casillas en estado puro, su definición canónica como portero: decisión, aguante, timing, astucia y un pie eléctrico. Aquella noche, España ganó el Mundial y Casillas levantó la Copa en Sudáfrica. El círculo virtuoso se había completado.

Su vida, que parecía instalada en una mullida felicidad, giró radicalmente ese mismo verano. La insidiosa campaña de José Mourinho, propagada por su corte de chupatintas y tolerada por el presidente Florentino Pérez, convirtió la vida de Casillas en un infierno. Pocas veces se ha visto una cacería tan asquerosa y destructiva. A falta de potentes argumentos profesionales, funcionó el chisme, el rumor, la descalificación y el insulto. Se le acusó de chivato y perezoso. Se utilizaron todos los recursos para degradarle. Lo consiguieron. Muchos de los que hoy elogian efusivamente a Casillas, Mourinho a la cabeza, hicieron todo lo posible por hundirle personal y profesionalmente.

Casillas no volvió a ser el mismo. Cambió su gesto, que se volvió sombrío, adusto, víctima de aquella campaña devastadora. Siguió, jugó y ganó, pero era otro Casillas, no el chico feliz que parecía destinado a cerrar en el Real Madrid una carrera colosal. No lo consiguió. Se fue a Oporto y no hubo manera de evitar la desagradable impresión que produce los exilios forzosos.