Laporta y el juancarlismo
Ver a Joan Laporta ganando enteros en las encuestas es algo con lo que, a estas alturas de la vida, uno ya no contaba. Es cierto que desde hace un tiempo se venían observando algunas señales que invitaban al optimismo pero no tantas como para imaginar semejante cosa. El juancarlismo, por ejemplo, vive sus horas más difíciles desde que Casa Lucio se convirtió en mainstream, y el sueño de una república cruyffista gobernada por el expresidente podría estar más cerca de lo que creíamos aunque, desgraciadamente, por el momento solo quedaría circunscrita a los límites geográficos del Camp Nou: tiempo habrá para retos mayores.
Lo destacable del caso, números en mano, es que por fin estaríamos asistiendo a la merecida -y casi definitiva- redención de uno de los personajes más vilipendiados de la historia moderna del Barça, el tercero en una selecta lista capitaneada por el propio Johan Cruyff y su discípulo más aventajado, Pep Guardiola. Esto, que tan difícil resulta de entender a quienes miran hacia Barcelona de vez en cuando y por el rabillo del ojo, constituye uno de los pilares maestros sobre los que se sostiene la fe blaugrana desde ya ni se sabe: el Barça, más que un club, es una anomalía. Ninguna otra sociedad en el mundo es capaz de repudiar las fórmulas del éxito con tanto entusiasmo por una cuestión puramente dinástica y eso, de alguna manera que no resulta fácil de explicar en tan poco espacio, también ha de valorarse.
Sin embargo, y dejando a un lado el entusiasmo inicial, conviene recordar que las encuestas no son más que eso: encuestas. El horizonte electoral se atisba lejano, todavía no conocemos el nombre del candidato continuista y el equipo de fútbol deambula sin pena ni gloria por un final de temporada propenso a la nostalgia. En cuatro partidos, que son los que separan al Barça de la gloria europea, todo puede cambiar. Y regresarían entonces los ecos del juancarlismo blaugrana, los mismos que truncaron la utopía de una república cruyffista porque al soci, como a los españoles de bien, no se le podía engañar.