¿El mejor? Puag
Dar con un futbolista al que le importe un huevo ser el mejor es una rareza muy especial. Cuando lo haces, te pones inmediatamente de su parte, a sabiendas de que, si te preguntasen a ti, sí aceptarías gustoso ser el número uno; sólo faltaría. Ellos andan a otra cosa. Encuentran siempre algo más interesante que perseguir la gloria y enfrentarse a unos sacrificios insoportables. Quizá el Trinche Carlovich sea el ejemplo perfecto. Pudo ser un grande, y a su manera lo fue, pero muy a su manera. Prefirió no complicase la vida con el éxito y jugar al fútbol sólo por diversión, cuando le apetecía de verdad, y vivir en casa de sus padres y pasar tiempo con su amigo Vasco Artola.
Lo normal es que un futbolista sueñe con protagonizar hazañas, alcanzar triunfos incontestables, y, en resumen, estar un poco por encima del resto. Su peor pesadilla es una en la que descubre que en realidad es un futbolista flojo y que nunca ocupará una portada, salvo rebote. Por eso cuando vemos a un jugador salvaje, dispuesto a tirar una carrera exitosa por el váter justo después de ofrecer pistas de su genialidad, le rendimos admiración. Un genio que se niega a ser un genio, ¡por fin!
Cada época tiene sus futbolistas desengañados, que no entran en la noria siempre en movimiento del fútbol, o que entran y se salen. Carlovich se limitó a ser buenísimo en secreto, sólo para la gente que iba al campo. Algunas de las historias más hermosas del fútbol se asientan sobre lo que cuentan unos pocos que estuvieron el día que sucedieron. ¿Son ciertas, son inventos, son leyendas? Dice Juan Marsé que no cree en lo de discernir entre la parte real y la parte inventada en una novela. No entiende por qué el lector quiere saberlo. Lo que vale es si la novela tiene sentido, si se sostiene por sus propios valores literarios. "Cuando voy al cine y veo que pone ‘basado en hechos reales’ me levanto y me largo". Quizá lo que sirve para la novela sirva también para el fútbol, que es para jugar, pero aún más para contar.