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Mi liga favorita fue la de Piquio, en casa de mi amigo Manuel. Cuando los mayores de la urbanización tomaron prestadas unas porterías de futbito abandonadas en un colegio cercano y las colocaron en el patio, un patio rodeado de árboles preciosos. Y jugábamos una liga de la que nadie llevaba la cuenta de los puntos, diría que ni de los goles. Pero era nuestra liga. "Baja, que hoy hay Liga". Y nos la tomábamos muy en serio. Me acuerdo de Jaime, de Saúl, con sus Air Jordan del 93, de Santi. Eran todos mayores, pero no nos importaba. A mí me dejaban jugar de invitado con un permiso especial, porque no era ni vecino, y me sentía como un foráneo antes de la Ley Bosman, un holandés del Milan de Sacchi. Era un verdadero honor ser llamado a filas para jugar. Sentirse parte de algo. Uno de los goles más bonitos y espectaculares de mi fracasada carrera futbolística fue en ese patio. En YouTube tendría ahora mismo millones de visitas. Pero los mayores lujos siempre son para los ojos de unos pocos elegidos. Luego merendábamos un bol de crispis en la cocina de Manuel y yo volvía a casa en 'el 1' con la música de los partidos del Plus sonando en mi cabeza. Por la noche soñaba con esas porterías. Con esos árboles.

Algunos de esos vecinos se acababan mudando. Los padres se divorciaban. Otros cambiaban de colegio. O les salía bigote, o novia, o tenían que estudiar. Y yo siempre le preguntaba a Manuel por el futuro incierto de la Liga de Piquio, como Holden Caulfield le preguntaba al taxista por el destino de los patos de Central Park. Porque esa Liga, sin puntos, sin equipos, sin demasiado sentido, era lo que nos mantenía unidos. Un día uno de los chicos que mejor jugaba se despidió de nosotros en el patio. Se mudaba a la Calle Castilla, que sonaba tan cercano como Madagascar. Y yo, que no vivía ahí ni nadie me había dado vela en ese entierro, le pregunté si vendría de vez en cuando a jugar la Liga con nosotros: "Claro, solo voy a estar 20 minutos en bus. Vendré los fines de semana". Todos sabíamos que no era verdad. Pero de algún modo extraño me tranquilizó. Unas semanas después nos quitaron las porterías.

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El otro día vi Las Consecuencias del Amor, de Sorrentino. La película acaba con un primer plano espectacular, sorrentiniano a más no poder, del protagonista, interpretado por el gran Toni Servillo, hundiéndose poco a poco en una fosa de cemento fresco por un ajuste de cuentas con la mafia. Y mientras va siendo engullido por el cemento, sin perder un ápice de compostura, dedica su último pensamiento a su viejo mejor amigo, Dino Giuffrè, al que hace años que no ve y que trabaja como electricista en las torres eléctricas en los Alpes. "Solo hay una cosa cierta, lo sé. De vez en cuando, encima de un poste de la luz, en medio de una extensión de nieve con un viento gélido y cortante, Dino Giuffrè se para, le asalta la melancolía, y entonces se pone a pensar. Y piensa que yo, Titta di Girolamo, soy su mejor amigo". Ahora que sopla otro viento gélido y cortante, quiero pensar que algunos de esos chicos, cuando les asalta la melancolía, tomando un café o mirando por la ventana, se acuerdan fugazmente de las porterías, de esa liga sin puntos y sin equipos.