Un niño sin juguetes
"Echar de menos a Cristiano". Frase rara para un culé confeso como yo, pero es la pura realidad. Desde el verano de 2018 en que el luso emigró el fútbol tiene algo de espectáculo descafeinado. Sigo disfrutándolo, claro, sobre todo cuando el Barça juega bien y Messi hace sus locuras, pero me siento incompleto, huérfano. Como si tuviera una nueva novia con la que todo marcha, pero mi parte suicida añorara aquella relación destructiva anterior que tantos momentos de intensidad me brindó. Ese es el sentimiento, el de la falta de picante, el de normalidad sin sobresaltos, el de pan sin sal.
CR7 no es un ejemplo para los niños, pero en el Madrid fue un futbolista superlativo. Nos queda Messi y es lo mejor, pero algo falta: su rivalidad, que nos ha brindado muchos de los mejores momentos de la historia del deporte. El modo en que cada jugador se superaba, comparar mil veces las estadísticas, los resúmenes de esas jornadas en que uno marcaba un hat-trick y el otro le calcaba metiendo otros tres. Añádanle a Cristiano autoproclamándose el mejor de la historia, la urticaria culé al escucharlo, la timidez de Leo ante la misma pregunta, El Chiringuito, Roncero, Cristóbal Soria, Messi elevando su camiseta en el Bernabéu, el contraste de ambos en cuanto al equipo, morfología, estilo de juego, repertorio futbolístico y carácter. Disparidad absoluta, la rivalidad del siglo. El circo alrededor de ellos, las tertulias infinitas, eso añoro. Habernos negado ese placer y mandar a CR7 como un paquete a Italia, sin despedidas, sin dejarnos disfrutar ni un minutito más, es cruel, es traición. Jamás pensé que fuera a ser así, pero los villanos (en mi caso CR7, por ser culé) a veces son la salsa de la vida. Nos hacen mantener la tensión, mejorar y disfrutar sin límites. Me encantaba que Leo lo superara, me encantaba ese vértigo, odiaba que CR7 saliera vencedor, así era, y por eso lo echo de menos. Sin esa rivalidad, ya pueden venir los Reyes que dará igual, seguiré siendo un niño sin juguetes.