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Niños en los negocios los ha habido siempre, incluso yo fui uno de ellos: la atracción estrella de un bar-restaurante, el canijo risueño que tiraba cañas mientras entonaba clásicos como La niña de la mochila azul o, en los días que me levantaba con ganas de rizar el rizo, hasta la exigente Guadalajara. En mi aldea había niños que arreglaban redes, despachaban pinturas, encintaban muros, conducían tractores y ayudaban en la matanza. Había algo terrible pero también maravilloso en todo aquello, que es un poco la sensación que uno siente al ver a chiquillos como Ansu Fati, Vinicius o Greta Thunberg soportando el peso de tantas miradas sobre sus cabezas: no digo que fuese mejor lo de antes que lo de ahora, que no lo era; simplemente es un ejercicio de nostalgia acumulada al rebufo de estos nuevos Michael Lee.

Hace unas semanas estuve en el Etihad Stadium y se me pusieron los pelos de punta al ver el recibimiento que la grada le dispensó a Phil Foden cuando ingresó en el campo. Sucede lo mismo en los bares donde me apalanco para ver el Barça cada vez que Fati aparece en escena: se produce una explosión de gestos y expresiones que van más allá del sentimiento por unos colores, que entronca con la familia, con un grado máximo de comunión, expectativas y exigencias. Porque —esto nadie lo pondrá en duda— a los niños prodigio se les exige lo mismo que a las estrellas consagradas, y de eso puede dar buena fe un Vinicius al que pronto se le tornaron los vítores en silencios: el castigo que más temen los niños.

João Félix, el miércoles pasado contra el Lokomotiv.
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João Félix, el miércoles pasado contra el Lokomotiv.

Ver a João Félix echándose un equipo centenario a la espalda, ver a Ferran Torres apoderarse del Johan Cruyff Arena, o a los ya citados Fati y Vinicius, es una muestra del poderío mental por parte de una nueva generación que marcará el futuro de nuestro fútbol si es que no están marcando ya el presente. A estos angelitos tan solo les falta un gigante del bolero que les rinda honores pero, siento decirlo, no seré yo: lo mío siempre fueron los corridos y, en las noches del trueno, hasta las rancheras.