Las edades de la felicidad y el desamparo

Messi es muchos a la vez, pero una sola persona. La madurez sería que fuera a la vez el jugador y la persona. Pero ese sería un hecho contradictorio con su figura. De traje es circunspecto; atiende a las circunstancias de la vida, desde el juzgado a los premios, como si eso pasara con otro. Su ritual civil es distante, como si no quisiera ruidos en su cabeza y delegara. Pero, en el campo… En el campo gobierna y se gobierna a sí mismo. Ahí no hay administración que valga sino la ansiedad por cumplir con un trabajo que es, por encima de todo, una convicción y una promesa. La convicción es estética; desde el fondo de sus entrañas lo convoca el niño que fue a no perder la esperanza del gol. Y la promesa es de una fuerza extraordinaria: es la que le hizo a la abuela y que renueva cada vez que salta al campo: ser mejor que los más altos.

Con esa promesa y con esa convicción, y esa estética, marcó su último gol en el partido 701 de los que disputa con el club que le ayudó a crecer. Salió de un lateral e hizo lo que cualquier ser humano ha de hacer para acertar: situarse en el mejor sitio para disparar. El disparo fue impecable, messiánico, feliz. Un 0-0 es un desamparo, el gol es la felicidad. En ese momento él se creció por encima de los otros y fue tan feliz que se acordó del escudo. Pero en el pensamiento estaban su convicción y su promesa. Messi de cualquier edad, pero sobre todo un niño escribiéndole una carta a la abuela.