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De esas casas que comparten hasta el dispositivo de seguridad; de esos trayectos de Castelldefels a la Ciutat Esportiva después de dejar a los críos en el colegio; de esos largos ratos de conversación con el mate de por medio; y, por supuesto, de su pasión por el fútbol y la tremenda inteligencia de ambos, sólo pueden salir cosas como las que fabricaron Messi y Suárez contra el Borussia Dortmund. Argentino y uruguayo se cansaron de entenderse. Dibujaron un gol anulado por el siempre inquietante VAR; y luego firmaron el 1-0 y el 2-0 con dos asociaciones sincronizadas. Fútbol de quilates.

Messi es una bestia. En su partido 700 con el Barça, aumentó a 34 el número de equipos distintos a los que ha marcado en Champions. A la espera de rivales de más entidad, su manera de pesar sobre los partidos resulta brutal. Hasta se vieron brotes verdes del entendimiento con Griezmann. El pase de tiralíneas en el 3-0 al francés fue una delicia. Dibujos animados. A Suárez, por su parte, sólo lo reconocerá el tiempo en Barcelona. Animal competitivo, ganador nato, se sabe el libro del fútbol y sus cifras, más allá de esa maldición lejos del Camp Nou en Champions, son algo más que indiscutibles. Históricas.

Pero es que Messi lo barre todo. El buen partido de la defensa Umtiti-Lenglet, la seriedad de los laterales; el equilibrio del centro del campo con Rakitic rescatado del ostracismo; y hasta los goles de Suárez y la primera noche bonita de Griezmann en la Champions. Todo se lo lleva por delante. Es un recital constante. Es un fútbol diferente. Es una magia interminable. Como ese espectáculo instalado en el Fórum desde el 10 de octubre, es el Cirque du Messi.