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Cuando el fútbol queda reducido a un simple resultado se convierte en algo artificial, frío, sin alma. La estadística por antonomasia se limita a contarnos el final de la película, como esos amigos desapasionados que lo fían todo a la victoria del héroe o la muerte del villano, pero se deja por el camino todo lo demás, todo aquello que realmente ha convertido a este deporte en el mayor espectáculo del mundo: el talento, el trabajo, el orgullo, la pasión, la suerte, el vértigo... Empeñarse en la dictadura del resultado, renegar del fútbol en todo su esplendor, suele tener el mismo valor emocional que mantener con vida a un Tamagochi.

Lo vivido ayer en Anfield -el duelo más esperado del fútbol mundial en los últimos años- debe parecerse a la sensación de criar a un hijo y verlo triunfar en la vida. Ganaron los de Klopp con la autoridad que parece otorgar un 3-1 en el marcador final, pero también con toda la complejidad que siempre implica derrotar a un equipo dirigido por Pep Guardiola. Mucho se habla de la coincidencia en el tiempo de Messi y Cristiano Ronaldo pero la historia reservará un lugar preferente para analizar la rivalidad majestuosa que ha surgido entre el coloso alemán y el genio catalán: el fútbol, en sus manos, ha alcanzado un nivel de sofistificación y competitividad similar al que Metallica y los Guns n' Roses impusieron en el rock allá por los años 90: quién nos iba a decir a los nostálgicos de todo aquello que el tercer tiempo en la guerra entre en Trash y el Glam tendría lugar en los campos de fútbol, no sobre un escenario.

"Jugar contra ellos es como ir al dentista", dijo Guardiola en septiembre. Lo de ayer, más allá del marcador, nos confirmó su teoría pero con un salvedad importante: nunca se nos habría pasado por la cabeza la posibilidad de aplaudir a un odontólogo, ni siquiera a aquellos que manejan el arte de anestesiar sin dolor. Desconfíen de quienes hoy aplaudan un simple resultado: lo importante, al fin y al cabo, siempre ha sido gobernar.