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Uno de los nuestros

He pasado unos días en Barcelona. Una mañana quedé para desayunar con el escritor Miqui Otero y le regalé el libro que había presentado la noche anterior, junto con mi amigo (y compañero en esta columna) Carlos Marañón. Miqui tomó el volumen en sus manos con cariño y, acariciando la portada, me confesó que se ha autoimpuesto una norma: dadas las dimensiones de su biblioteca, desde hace un tiempo siempre que entra un libro en su casa, sale otro. No era su intención, pero sus palabras me generaron un cierto desasosiego. ¡Qué responsabilidad! ¿Qué volumen descartaría? ¿Quién sería el autor damnificado? ¿A quién sustituiríamos Carlos y yo? Miqui tiene un niño pequeño. Suyos serán en un futuro los libros de sus padres. ¿De qué obra le estaría privando con mi regalo?

Siempre me han dado miedo las consecuencias de mis actos. Tuve que reprimir la tentación de quitarle el libro de las manos y salir corriendo.
Con los futbolistas sucede algo parecido a lo que ocurre con los libros de la biblioteca de Miqui. Durante un tiempo son los tuyos, pero, poco a poco van llegando otros, a los que hay que dejar lugar en un vestuario en el que caben poco más de una veintena. Yo, que siempre he sido muy nostálgico, a veces echo de menos a los jugadores de mi equipo incluso antes de que dejen de vestir de rojiblanco (¡ay, Aritz, no te retires nunca!). Cuando un canterano despunta, no puedo evitar pensar a quién desplazará. Sé que es ley de vida, pero para mí, los jugadores del Athletic Club son como esas mujeres del poema de Karmelo Iribarren, que pasan por tu vida y nunca dejan de pasar del todo.

Siento que siempre serán de los nuestros, estén aún o se hayan ido.
Por eso estos días en Barcelona en todas mis conversaciones han estado presentes tanto Valverde (y Aspiazu) como Iturraspe. En cuanto sabía de qué colores era el corazón de mi interlocutor, blaugrana o blanc-i-blau, le preguntaba por uno u otro. Como si se tratara de familiares queridos que viven lejos, necesitaba saber si les tratan bien allí, si les quieren como les querremos siempre en Bilbao. Y al despedirme, rogaba: cuidádnoslo, por favor, que es uno de los nuestros.