He pasado unos días en Barcelona. Una mañana quedé para desayunar con el escritor Miqui Otero y le regalé el libro que había presentado la noche anterior, junto con mi amigo (y compañero en esta columna) Carlos Marañón. Miqui tomó el volumen en sus manos con cariño y, acariciando la portada, me confesó que se ha autoimpuesto una norma: dadas las dimensiones de su biblioteca, desde hace un tiempo siempre que entra un libro en su casa, sale otro. No era su intención, pero sus palabras me generaron un cierto desasosiego. ¡Qué responsabilidad! ¿Qué volumen descartaría? ¿Quién sería el autor damnificado? ¿A quién sustituiríamos Carlos y yo? Miqui tiene un niño pequeño. Suyos serán en un futuro los libros de sus padres. ¿De qué obra le estaría privando con mi regalo?