¡Pero si no sabe hablar!
Hablar no es malo, aunque puede ser fastidioso. Hay que inventar las frases, ordenarlas, enunciarlas y –doble mortal– esperar que se entiendan. Comunicarse, en el fondo, resulta dificilísimo; quizá imposible. A su manera es lo que Messi trataba de hacerle ver al colegiado tras expulsar a Dembélé porque le dijo que era muy malo. “Pero si no sabe hablar”, le explicó el capitán del Barça, al que le faltó añadir “¡La puta PlayStation le sorbió el cerebro!”. Por no mencionar la posibilidad de que el árbitro hubiese entendido al revés a Dembélé. Comprender algo del todo requiere tiempo. Ya Juan Rulfo advertía de que había escrito Pedro Páramo para que solo se entendiese después de leerla tres veces. Si por casualidad la entendías a la primera o a la segunda significaba que no te habías enterado de nada.
Hay un futbolista dispuesto a creer que el juego, con sus variantes tácticas, técnicas, físicas, es todo el lenguaje que necesita dominar. Para el resto cuenta con algunos gestos, los silbidos, y tal vez tres o cuatro palabras con las que comunicarse en secreto con el equipo durante los partidos. No digamos ya si te vas a un club extranjero. Te acomodas a la idea que el fútbol es en todas partes fútbol, y que no te van a pedir discursos, como aquel escritor al que invitaron a pronunciar una conferencia y preguntó: “¿Y en esa conferencia, tengo que hablar?”. El futbolista parco pero artista, genial aunque huraño, tiende a reducir sus relaciones sociales al mínimo: el balón y poco más. Hablar constituye lo único que no está dispuesta a hacer gente muy expresiva, pero por otros medios, como el futbolístico.
Hay excepciones. Si eres campechano, como el gran Bernhard Schuster, llegas a otro país y pides consejo al equipo para entenderte mínimamente con el árbitro, sobre todo al principio. Sus compañeros del Barça le sugirieron que aprendiese la palabra “cabronazo”, muy versátil, de manera que el centrocampista se pasó su primer partido diciendo “árbitro, cabronazo”, para caerle bien y ser cordial.