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Abrazos rotos, paisaje desolador

Algo marcha realmente mal, en el fútbol o en la vida, cuando lo excepcional son los momentos de alegría y lo común, el desencanto. Y eso le sucede al Espanyol, que ya sorprende más cuando vence en Ipurua o Moscú que cuando cae estrepitosamente en Cornellà y, ahora, en Mallorca. A los pericos se les acabaron en Son Moix los penúltimos argumentos con que sacar pecho, la reacción de las segundas partes y sus seis meses invictos a domicilio.

No con el pecho, sino con el estómago, llegó el gol de Budimir, que dejó en evidencia al entramado defensivo y empezó a decantar la balanza, a precipitar la guillotina, antes de que Salva Sevilla hiciera efectiva la maldición del ‘ex’ en una sonrojante serie de catastróficas desdichas en el despeje. El 2-0 no se anotó con la barriga, pero sí arrancó lo más visceral de un entorno perico hastiado no ya por las derrotas, sino por los vaivenes de un viaje a ninguna parte en que se ha convertido el juego del Espanyol de Gallego.

Como si el fútbol fueran matemáticas, el técnico no toca aquello que un día funcionó. Lo hizo entre Balaídos y el Valladolid, y lo repitió entre el CSKA y Mallorca. Como consecuencia, sendas derrotas y un Espanyol que genera brotes verdes y que inmediatamente los pisotea. Cuyos abrazos en Moscú se tornan lloros en Palma. Que reanima a un rival inerte. Y que cruzará un eterno parón en descenso, cada vez más preocupante. Allí donde nunca pasa nada hasta que suceda lo peor.