La primera frase

Nunca tengo claro si hay que hacer las cosas muy bien desde el principio. Si al final se tuercen te queda un paladar desagradable, como de almejas con arena, por no haber puesto algunos errores al comienzo. Claro que sería bonito ganar LaLiga en la segunda jornada, en un derroche de finura y matemáticas, y consagrar el resto del campeonato, con la tranquilidad de los deberes hechos, a pasearse por los campos en ropa de calle. Aún nadie lo ha conseguido. Una de las diversiones de agosto, de hecho, es adivinar el equipo que empezará inesperadamente la temporada de maravilla y al poco reventará, como en esos dibujos animados en los que se acaba la carretera y el personaje camina varios metros sobre el vacío, lleno de optimismo, hasta que se da cuenta de que no hay suelo.

Cuando todo es demasiado perfecto al principio y se acumulan goles, puntos, elogios, ¿qué cabe esperar después? ¿Más perfección? Quizá con que la vida vaya regular baste. Richard Ford alerta contra la embriaguez de iniciar un libro con una primera gran frase. "Cuidado", dice, "porque luego tienes que continuar con una segunda y una tercera frase que tienen que superarla de algún modo". El ejemplo sirve para el fútbol.

Estamos en uno de esos momentos escasos en los que ganar y perder equivale a unas migajas en una mano. No parece mala hora para incurrir en los errores a los que todos nos abrazamos, aunque sea por hacer el payaso. Hoy todo es reconducible. Al fin y al cabo, estamos en verano y la vida aún no se ha desprendido de su liviandad. El negocio del fútbol moderno funciona sobre ficciones, como que todos los instantes son decisivos, críticos, únicos, y que el éxito y el fracaso advienen continuamente, en un instante. Ni caso. Baste decir que en esa ficción el Madrid estaba casi descartado para LaLiga antes del primer partido, y que el Barça iba a asestar un golpe mortal al torneo sumando simplemente tres puntos en Bilbao. Los principios importan, pero nunca llegan a ninguna parte. Eso es misión de los finales.