¡Argentina, despertá, salí de la locura!
Al fútbol no se puede jugar desquiciado. Y la selección argentina hace lustros que vive inmersa en un eterno ataque de nervios. La celebración de un gol lo dice todo de un equipo de fútbol. Cuando éste funciona en sus equilibrios básicos, el júbilo de la hinchada y de los jugadores es siempre proporcional a la mayor o menor importancia que tenga el tanto en cuestión dentro de ese partido y de ese campeonato que se esté jugando. Pero un gol de Argentina en los últimos años, cualquiera, se grita como si fuera la salvación de un descenso, exclusivamente con alivio. La alegría queda ocultada por una constante reivindicación del autor y de todos sus compañeros, sacudiéndose la responsabilidad y la angustia que produce ahora vestir la albiceleste. Sentimientos como orgullo sano, ilusión o alegría pura e infantil (los que debe sentir cualquier privilegiado que es seleccionado para defender el fútbol de su país) quedaron desterrados en el internacional argentino actual.
El ambiente que desprenden las concentraciones en todos los últimos torneos es claramente insano, tóxico, con un sector de la prensa convertido en fiscal cruel y desconfiado desde antes de rodar el balón, y otro sector erigido en juez sumarísimo, que a posteriori sentencia con la desproporción y saña de un tribunal en tiempos de Videla. La mundialmente conocida pasión argentina muestra ahora su cara perversa en las gradas, en las redes sociales y frente a los televisores.
Nada en el entorno ni en el núcleo de la selección argentina es constructivo. Aparecen síntomas típicos en la autodestrucción de las grandes estrellas del rock, incapaces de gestionar la gloria pasada ni la presión que ésta trae al presente. Los años dorados no se pueden usar de espejo. Para seguir viviendo, lo primero que hay que asumir es quienes somos hoy. Argentina, entera, se cree que es lo que realmente nunca fue. Luce dos estrellas sobre el escudo ganadas con el esfuerzo y sufrimiento de los buenos equipos, en el sentido más colectivo del término. Apoyado en esa vieja verdad del fútbol, Kempes o Maradona brillaron. Diego en el 86, con su inigualable actuación individual, proyectó la imagen de falsa supremacía colectiva. Pero Argentina rara vez ha tenido el dominio de los grandes equipos de la historia. Su grandeza, que obviamente es innegable, se basa en la gran competitividad del futbolista argentino medio. El talento aparece a partir de ahí, y apoyado en eso siempre.
Nunca la prensa ni la hinchada fue complaciente, pero nunca se llegaron tampoco a los límites de locura que rodea a la albiceleste desde más o menos que Messi la lidera. Las recientes finales perdidas se alcanzaron en medio de la convulsión. Ni ganando se hubiese solucionado nada. Sólo así se explica que Leo renunciara a la selección tras una de ellas. Contagiado del estado febril de sus compatriotas, el astro del Barcelona no fue capaz de gestionar una simple derrota. Poco ha cambiado. Tras caer ante Brasil esta semana y hacer su mejor actuación con la selección desde hace mucho, el siempre discreto y callado Messi se mostró irreconocible, acusando al árbitro de la derrota y a Brasil de conspirar desde las instituciones. Lo dicho, todos inmersos en una locura que no lleva a ninguna parte. Tan alejados de la realidad como aquel barra brava que, durante el Mundial de Sudáfrica, creyéndose inmortal y desoyendo todas las recomendaciones de seguridad en una de las ciudades más peligrosas del mundo, no se le ocurrió otra cosa que salir a pasear de noche por el centro de Johannesburgo. Le atracaron dos veces en cien metros, siendo apuñalado en ambos asaltos.
Argentina debe salir de esa espiral cuanto antes. Ya no para volver a ser campeón, sino simplemente para volver a disfrutar del fútbol. Desde este lado del charco, sólo se ve a una selección desquiciada en medio de ruido y bronca. Y ya van muchos años así… Se estudiará por los historiadores del deporte el extraño papel de un dios como Messi engullido en las miserias de los mortales. Y, lo siento, desconozco completamente cuál puede ser la solución. Pero lo primero debe ser reconocer que uno tiene un problema para poder cambiarlo. Después, ir al psicoanalista, confiar en él, y ser pacientes para que desaparezcan los miedos y los delirios. Ahora bien, a ver quién es el guapo que se atreve a hacer de psicoanalista.