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El grano en el culo

No me gustó que Simeone usara esa expresión, ya conocida por todos, para remarcar en rueda de prensa el valor demostrado en su planteamiento ante la Juventus. Las formas son importantes, pero es que además era totalmente innecesario. Ya había quedado muy claro sobre el césped el derroche de valentía y otras virtudes de su Atlético en una noche memorable. Y no se consigue todo lo que él ha conseguido si no eres valiente. Y mucho.

Pero se entiende perfectamente que Simeone no atacaba a nadie, era un gesto de defensa. Estaba sacando pecho ante las críticas cercanas, las de aquellos atléticos que le exigen siempre un paso más adelante. Es entendible que le duelan porque vienen de aquellos que le importan. Pero su reivindicación de la testiculina se debió quedar en el interior del vestuario, porque ahí sí que ha sido totalmente oportuna y efectiva. Siete años después, sus jugadores siguen comprobando que tienen un entrenador que acierta en la mayoría de noches importantes.

Muchísimo menos me gustó la manita de Cristiano en zona mixta. La primera, realizada sobre el campo, viene tras escuchar insultos graves de un sector de la afición del Atlético (que nadie echaría de menos si un día decidiesen quedarse en casa con sus pequeños cerebros), y también tras recibir dos dolorosos pisotones en la misma jugada sin que el árbitro señalase falta. No es justificable en ningún caso su chulería exagerada y ofensiva, pero todos estos hechos ayudan a comprender que alguien a mil pulsaciones pueda tener una reacción tan espontánea como desafortunada. Ahí podría haberse quedado la anécdota, como también el gesto del Cholo en pleno éxtasis de la celebración de un gol. Si no van a más, ambos gestos apenas hubieran levantado polémica. Pero Cristiano también insistió ya en frío, ante la prensa del mundo entero, para que nos quede patente su desviado enfoque de lo que es el deporte.

En su infantil comparación de su palmarés con el del equipo que le acababa de anular durante 90 minutos, hay una intención clara de ofender. Sin darse cuenta de que lo que despierta en la mayoría de la gente es vergüenza ajena. Es sabido que su compleja personalidad, dominada por una egolatría casi patológica, es precisamente el motor que le ha aupado a leyenda histórica del balompié. Siempre ha jugado para demostrarse que es el mejor, cuando es ampliamente admitido entre crítica y público que jamás lo será. Acostumbrado a compararse para intentar vencer al comparado en cuestión, no tiene correctamente preparada su inteligencia emocional para encajar algo tan cotidiano en el deporte y en la vida como es la derrota, la frustración.

Me acordé de otro gesto espontáneo pero deplorable que protagonizó hace cuatro años. Posiblemente, en uno de los campos más humildes de todos los que ha pisado como profesional. Fue expulsado por agresión en Córdoba y, de camino a los vestuarios, ante el lícito abucheo y celebración local, no se le ocurrió otra cosa que alardear del parche que lucía en la camiseta por ser el vigente campeón del Mundial de Clubes.

También me recordó otro episodio, olvidado en la historia del deporte, pero que me dejó en la memoria una actitud genial, educativa. Hace unos veinte años, Pete Sampras dominaba el tenis mundial con soltura. De repente, el australiano Patrick Rafter ganó casi por sorpresa el US Open del 97. Muchos minusvaloraron su figura, y el propio Sampras afirmó: "Me molesta cada vez que le recuerdo posando con el trofeo del US Open".

Rafter acudió a la edición del 98 tras haber ganado a Sampras unos días antes en la final del Masters de Cincinatti. En la rueda de prensa posterior, Sampras, muy dolido por la derrota y soberbio y molesto porque algunos les dieran a ambos el mismo nivel de favoritismo para el US Open, dijo que "la diferencia entre Rafter y yo son diez títulos de Grand Slam". ¿Les suena a algo? Una animadversión incomprensible porque Rafter destacaba por su humildad, deportividad y caballerosidad. Jamás cayó en la provocación. Sí opinó que Sampras no se comportaba como el campeón que era y aclaró que la falta de respeto hacia el rival "es lo que realmente me molesta de él, y el motivo por el que trato de fastidiarle en la cancha tanto como puedo". Ante el reiterado menosprecio del estadounidense, el oceánico se limitó a eliminarle cuando se cruzaron en semifinales del US Open, revalidar el título, contradiciendo todas las críticas, y, con el segundo trofeo en sus manos, afirmar con humor: "Bueno, pues ya sólo son nueve". La manera más elegante de decirle en verdad algo así como "prefiero ser como soy y disfrutar de mis dos únicos títulos de Grand Slam, que tener nueve más a cambio de vivir eternamente con un grano en el culo".

Carlos Matallanas es periodista, padece ELA y ha escrito este artículo con las pupilas.