Azar y juego
El VAR existió desde siempre. Lo inventaron los niños, allá en la prehistoria del fútbol, cuando en los descampados del barrio o en los patios de tierra de los colegios detenían el partido para dilucidar si tal balón había ido alto o había dado en el palo, en aquellas porterías imaginarias hechas con prendas de ropa y con carteras escolares, o si tal jugada había sido penalti, o falta, o córner, y el juego no se reanudaba hasta conseguir por ambas partes un acuerdo, si no justo al menos razonable.
A veces los debates duraban su tiempo, pero aquello formaba parte del juego, y hasta se repetían en vivo, a modo de moviola, las jugadas polémicas: exactamente por aquí entró el balón, así fue tu zancadilla y así me caí yo, ¿no ves que esa falta fue justo aquí, dentro del área?, de modo que los jugadores por un rato se convertían en árbitros, lo cual era un modo más de competir y divertirse. Camino de casa, ya al anochecer, y quizá también al día siguiente, aún seguían los jugadores rearbitrando el partido y representando las jugadas dudosas.
Ahora, con el VAR, hay quienes quieren que volvamos a aquellas niñerías, pero esta vez en plan grave y doctoral, sin que los jugadores, ni por supuesto los espectadores, participemos en esa inagotable discusión que será siempre el arbitraje. ¿Qué harán los aficionados y los jugadores durante el tiempo en que el invisible tribunal del VAR esté deliberando? ¿Deliberar también entre ellos, echar mano al bocata, guardar un silencio respetuoso, pelotear para no perder el tono físico? ¿Qué se pretende con este invento tan higiénico como tedioso y deshumanizado? ¿Civilizar el fútbol? ¿Invadir esos márgenes emocionales de deliciosa incertidumbre que el fútbol deja al arbitrio del corazón y de la fantasía?