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Cacho es para siempre

Sucedió a 300 metros de la meta. Joseph Chesire, un keniano menudo y heterodoxo que había marcado el paso en aquella final de 1.500 de Barcelona 92, aceleró el paso por la cuerda y Cacho se vio encerrado por él. Chesire era un fantasma de pasado que volvía a despertar nuestros miedos. Había estado en la final de ocho años antes, en Los Ángeles. En aquella carrera de Abascal contra el Imperio Británico en su máxima expresión (pónganse de pie: Coe, Cram y Ovett), el cántabro se arrancó en largo, consciente de su mejorable final. Ovett, que había sido hospitalizado días antes tras llegar extenuado en los 800, se bajó en la última vuelta. Coe y Cram superaron al cántabro en la curva de una prueba despiadadamente rápida (con 3:32.53 batiría Coe el récord olímpico). Y en la recta apareció Chesire, que por un momento interminable pareció capaz de arrebatarle aquel preciado bronce a Abascal. No llegó a tiempo.

Barcelona era otra cosa. No quedaba ya rastro de aquella invencible armada inglesa, sólo el argelino Morceli parecía imbatible en la distancia y Cacho había comparecido en la víspera con esa delgadez casi enfermiza, con ese rostro enjuto que en los mediofondistas es síntoma de buena salud, después de pasearse en las series. La carrera iba dormida, hacia los 3:40, ritmo idóneo para Cacho, que aún estaba lejos de las marcas que lograría después (su récord de Europa duró 16 años y lo batió un tal Mo Farah). “Imaginé 50 veces la carrera y en las 50 ganaba yo”, diría años después. El día de la final puso fin a la sobremesa con sus compañeros diciendo: “Voy a echarme la siesta y luego, a ser campeón olímpico”.

Así que a falta de 300 metros le ganó, con una zancada de fe y otra de rabia, el interior a Chesire y salió disparado hacia la meta. A 200 metros se vio ganador. Morceli, quién sabe por qué, se quedó enganchado en el grupo y acabó séptimo. Un mes después batiría el récord del mundo con una supermarca (3:28.86), pero esa tarde le mató Barcelona. Quienes allí estuvimos supimos que Cacho y sus brazos alzados compondrían la imagen de esos Juegos. De todos nuestros Juegos. Una especie invasora, el mediofondo africano, la ha convertido en irrepetible.