Un viaje con dos cambios de hora
Las Copas de Europa, da igual cuántas sean, quedan fuera del estadio. Cada final de la Champions League es un borrón y cuenta nueva, ese runrún estomacal que le llega (sí o sí) a cada aficionado a medida que se va acercando la hora del partido. Porque lo único que se quiere es que el balón ruede. En las ciudades que son sede de finales, las horas previas no se mastican bien. Sucedió una vez más en Cardiff. Las finales se ganan, no se juegan, se dice...
Tres aficionados en un tren, estación londinense de Paddington. Ocho de la mañana con los tres andenes trufados de aficionados del Real Madrid y de la Juventus. Uno llegó allí desde Mallorca, cuando hace nada no sabía ni siquiera que viajaría, otro desde Madrid vía Frankfurt (y el billete de regreso le hacía matar las horas con una escala en Zúrich) y el último desde la capital con AVE hacia Alicante y desde allí al Reino Unido. Un matrimonio desde Almería levantándose a la una de la madrugada (¿acaso se acostaron?) y un señor viudo de Zaragoza que llevaba cuatro días en Londres buscando aficionados blancos con los que charlar sobre la eterna margarita a deshojar: ¿Bale o Isco? Tantas combinaciones más, viajes de carambola, imaginen las que quieran.
A las dos de la madrugada, en ese mismo tren, todos de vuelta a la sombra del Big Ben. Un aficionado de la Vecchia Signora se me durmió a la ida en el hombro. Literal. Ahora los bianconeri callan, su enfado y tristeza pueden al sueño. Desde aquí el OK a su fair play durante todo el día en la capital galesa. Donde el aficionado blanco ya no sabe en qué hora vive. ¿A las once eran las doce? Me da que sí. Ese reloj no da para más... Pero en septiembre, ese reloj buscará el camino a Kiev.