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Finisterre, la Samoa post-derbi

Ningún lugar mejor en la geografía de la Liga que Riazor para que el Espanyol vuelva a la normalidad, para que olvide las secuelas siempre tóxicas del derbi. Es el estadio más alejado de Barcelona y más cercano a Finisterre, allí donde para los romanos acababa el mundo, la Samoa de aquel Imperio que envió a su general Décimo Junio Bruto para que asolara la cornisa cantábrica igual que ahora se arrasa con la verdad, por ejemplo, criminalizando a una afición por hacer una cuarta parte de lo que se vio una vuelta atrás (la premeditada pancarta aquella del “final feliz”, ¿recuerdan?) o victimizando a un presunto delincuente. El acabose. Aquellas tropas romanas casi se quedan sin conquistar toda Galicia porque al toparse con el río Limia creyeron que si lo cruzaban olvidarían su identidad y su patria. Vamos, tal como pretende hacer con el sentir perico esa maquinaria que se activa automáticamente tras el derbi, con tan mala suerte para ellos que llevan 117 años sin conseguirlo. Y los que pasarán.

Ni la imposición de una versión como la única verdad posible es capaz de devastar al Espanyol al estilo de Atila, rey de los hunos (ese signo, ‘1’, que hoy firmaría el Depor), quien a la vez ejemplifica que incluso un imperio tan hegemónico como el rumano puede sucumbir. Alerta. Para eso están las meigas, o el conjuro de esta semana entre Chen y La Moreneta, y por supuesto el Espanyol de Quique en Riazor. Porque, más que ir echando el cierre al primer año de proyecto, hoy se inicia ya la segunda parte. La que debe llevar a conquistar nuevos territorios, plazas, Europa... O sea, más allá de Finisterre.