La selección merecía más aprecio
La selección ganó y convenció en París, un partido importante que pasó inadvertido por estas cosas de la modernidad. Inmediatamente después se habló del VAR, un asunto trascendente para el futuro del fútbol, y luego se escuchó la diatriba de Piqué contra el Real Madrid, una intervención extemporánea, pero muy medida. Piqué se ha erigido en portavoz del barcelonismo más belicoso y continúa su campaña a través de una agenda muy personal. Es muy probable que su aventura –ha confesado que desea ser presidente del Barça- termine por importunar a la directiva y a una parte de la plantilla, obligada a vivir a rebufo de las ocurrencias del excelente central azulgrana.
Piqué se despachó después del encuentro con Francia, en el estadio donde España había brindado una magnífica actuación. Si su discurso resultó más que discutible en muchos aspectos, peor fue el feo, por no decir desprecio, que hizo a sus compañeros después de un partido que merecía el relieve que Piqué le negó.
Han sido numerosas las ocasiones en las que los internacionales españoles le han apoyado, en contra de una buena parte de la opinión pública y algunos en contra de sus propios criterios políticos. Piqué, cuya profesionalidad y rendimiento en la selección no se discuten, ha encontrado tantas veces el amparo de sus compañeros que su perorata en París sólo puede interpretarse como un ejemplo de insolidaridad o, en el mejor de los casos, de una sorprendente insensibilidad.
No tocaba enviar el partido al basurero mediático, en favor de una gresca cada vez más tóxica. España había llegado a París entre sospechas. Atrás han quedado los tiempos de la confianza y los éxitos. Las decepciones en el Mundial de Brasil y en la reciente Europa han alimentado tantas dudas que se hacen necesarios partidos como éste para devolver el crédito a la selección.
Como tantas veces ocurre en la vida, el crédito se pierde de repente y se gana poco a poco. En este proceso se encuentra la selección, obligada a subir peldaño a peldaño el trayecto hacia la recuperación de la confianza perdida. No es algo novedosa. Todas las grandes selecciones, y la española ha sido tan grande como cualquiera de las mejores de la historia, se han visto sometidas a delicadas transiciones, fracasadas en muchos casos.
Por esta razón el duelo con Francia tenía un considerable valor. El partido permitía catalogar el estado de España a falta de un año para el Mundial. Por lo que parece, hay motivos para el optimismo. España jugó mejor, mereció la victoria y ofreció señales convincentes en todas las líneas. Los franceses, que presumen de contar con una de sus mejores generaciones, andan cortos de creatividad. Les domina su obsesión por la potencia. Hace tiempo que no acaban de encontrar una alineación que invite a la naturalidad en el juego.
Lopetegui incluyó entre los titulares a seis jugadores –De Gea, Carvajal, Koke, Thiago, Isco y Morata que disputaron y ganaron el Europeo sub 21 en 2013. Es más del 50% del equipo, un porcentaje revelador de la regeneración. La mezcla funcionó bien. Los más veteranos –Piqué, Sergio Ramos, Jordi Alba, Busquets, Iniesta y Pedro- demostraron uno por uno las razones de su vigencia y los más jóvenes obtuvieron una excelente nota, con la excepción de De Gea, que no acaba de abandonar su querencia por la raya de gol. No abandonó el área pequeña, no bajó ningún centro y tiró hacia atrás la línea defensiva. De Gea está más para lo excepcional –el ágil desvío con el pie tras el tiro de Mbappé- que para la normalidad.
España jugó con su estilo, y lo hizo convencida, una buena razón para el optimismo. Los suplentes, con David Silva a la cabeza, mejoraron el rendimiento del equipo, donde destacó un imperial Busquets. Igual de alentador fue el ingreso de Deulofeu, un jugador inclasificable que se ha distinguido habitualmente por tomar malas decisiones en el campo. En París las tomó todas buenas.