La maldita espina
Cruel historia. La Copa ha regalado muchas noches mágicas en Vigo, pero siempre termina con un final muy brusco. No acaba de consumarse ese idilio con un torneo que se le atraganta al Celta. El año pasado se quedó a las puertas, pero el sueño ya quedó bastante roto en la ida tras perder 4-0 en Sevilla. Esta vez el guión fue mucho más dramático. Con la prórroga en el horizonte, Edgar irrumpió como un cohete y bombardeó la ilusión celeste. Fue un golpe definitivo, un tiro directo al corazón. Es cierto que un gol valía una final, pero no hubo tiempo para recuperarse de semejante herida.
Nervios. La transcendencia del encuentro pasó factura a muchos jugadores. Hubo demasiadas imprecisiones, faltó fluidez en el centro del campo y no hubo desborde por las bandas. Quizás todo hubiera cambiado si Aspas anota a los diez minutos. Pacheco lo impidió con una parada extraterreste. Durante toda la eliminatoria ha demostrado lo gran portero que es. Edgar pasará a la historia por su gol, pero el verdadero héroe fue el meta extremeño.
Pizarra. Berizzo recibió el martes el premio al mejor entrenador de LaLiga en el mes de enero. Un galardón más que merecido. Sin embargo, en esta ronda ante el Alavés, Pellegrino le ganó la partida. El Celta nunca fue el Celta que enamora, el Celta valiente que es capaz de acudir a la guerra a pecho descubierto. El batacazo del año pasado en el Pizjuán, donde la osadía le infringió un duro correctivo, le hizo ser más conservador en esta ocasión. Quizás fue lo más sensato, el problema es que este equipo no sabe jugar de esa forma. No sabe especular, no sabe esperar el error, siempre quiere imponer su virtud. En los tres partidos que jugaron este año, el Alavés siempre impuso su plan. Sólo queda felicitarles.
Orgullo eterno. A pesar del gatillazo, este Celta se merece un monumento. Han realizado un torneo extraordinario, con un descaro impecable. Los elogios no suelen aparecer en las derrotas, pero este equipo se merece una ovación de gala por su estilo, por su fe inquebrantable, por su solidaridad, por su sacrificio. No hay un solo jugador que no se parta la cara por un compañero y eso emociona a cualquiera. Son un verdadero equipo, con mayúsculas. Todavía no han encontrado su premio. O mejor dicho, no han conseguido levantar un trofeo o llegar a una final, pero su legado ya es imborrable. Seguramente les costará recuperarse del dolor que produce un traspié así. No obstante, deben tener la cabeza bien alta. Y deben pensar que toca seguir peleando. Quién sabe, quizás el destino les tenga preparado algo todavía más grande.
Bendita afición. Si alguien se merece todo el reconocimiento, esos son los casi 700 aficionados que se desplazaron a Vitoria, con un largo viaje de ida cargado de ilusiones y un indeseable retorno envuelto en lágrimas. Normalmente se suele catalogar el ránking de mejores aficiones por su número. Permítanme discrepar. Es posible que los seguidores célticos no ganen en cantidad, pero son insuperables en sentimiento. El celtismo es una religión que une familias, iguala generaciones y genera una amistad infranqueable. Es un amor sincero, fiel de por vida. Los kilómetros que recorrieron ayer no han sido en vano. Nunca lo son. Todavía quedarán muchos más por recorrer y, que nadie lo dude, al final del camino estará la gloria.
Ejemplo. Por último quisiera destacar un detalle que escenifica la deportividad. Con el Alavés dando la vuelta de honor, Deyverson se acercó a consolar a los seguidores celestes y éstos le devolvieron el gesto con una felicitación. Viva el fútbol.