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Silencio: se juega

El gol de Suárez. Trescientos goles del tridente, desde octubre de 2014. Un récord, pero también una explicación de un modo de ser: esos futbolistas que están arriba, en la cotización y en la lista de goleadores, se llevan bien, da gusto verlos asociarse, y juegan al fútbol. Se puede discrepar de gestos de Neymar, de exabruptos de Luis Suárez, y se le puede reprochar el silencio a Messi, como si le resbalara el mundo alrededor. Pero que tres jugadores de alta costura se lleven bien tiene que dar resultados. El gol de Suárez fue la expresión de ese gesto que los une: el acompañamiento, la alegría de asociarse. Y el gol fue de tiralíneas, como si lo hubiera metido el trío y tan solo el uruguayo.

Tregua de los árbitros. El árbitro de anoche cometió (lo dijeron en Carrusel, no sé si se puede estar de acuerdo sin riesgo de que te llamen piquetófilo) algunos errores; y la verdad es que ya aburre que en lugar del fútbol sea el arbitraje el asunto que mueve las tertulias y la pasión de los que hablamos de fútbol. El árbitro como rey del juego es un contrasentido. Lo mejor que le puede pasar a un árbitro es que no se note que está en el campo, como las palomas que visitan el césped, que pasan desapercibidas ante la velocidad de las jugadas. Se suele decir que el día en que los hombres sean libres la política será una canción. Pues se puede decir del arbitraje: el día en que el fútbol brille del todo los árbitros serán espectadores privilegiados del juego, pero no los que lo condicionen como pasa ahora, dentro y fuera de la cancha.

Su majestad. Y renació el fútbol anoche, a pesar de los dimes y diretes, de la grada y del campo propiamente dicho, además de la tradicional intromisión del arbitraje. Dos equipos perfectamente serios, que creen en sus fuerzas y que por tanto desconfían de los otros, jugaron a colocarse para tomar decisiones. Y en la primera parte el Barça ganó la partida, como si se estuviera rectificando a sí mismo; jugó con la conciencia en el partido, dejó que Alba fuera el estilete y procuró que ese famoso tridente se sintiera cómodo; no remataron sino una vez, pero fue gol. Y eso le dio una confianza tal al Barça que parecía que venía una serenata; no un vendaval, una serenata.

Pero... En esa serenata el Barça no estaba solo; Neymar se aprovechó de un penalti que fabricó él mismo, y dejó al Athletic fuera de juego y al árbitro silenciando a la grada. Messi, además, se reivindicó como el más generoso del equipo. Pero los rojiblancos no saben rendirse, Sergi Roberto les ayudó en ataque y este Barça que sueña pesadillas se expuso de nuevo a la nada hecha pedazos. El gol bilbaíno era más que una ducha fría. Despertarse es el momento más arriesgado del día, decía Kafka; el equipo volvió a dormirse. El riesgo de despertarse los agarrotó otra vez. Le puede la tentación de lo vulgar. Neymar y Messi están ahí; por ese pasadizo se juega el Barça su tradición de calidad; cuando ellos fallan el equipo azulgrana se queda sólo con Iniesta, que siempre está. Anoche ese triunvirato le devolvió al Barça su razón de ser.

Y en esto llegó él. Él es el de siempre. No hay alternativa cuando el Barça necesita geometría. Esas faltas que lanza Messi no son tan sólo un ejemplo de precisión matemática; son, sobre todo, ejercicios de respiración para un equipo que se ahoga en un vaso de agua. Ese arreón final del Barça se corresponde con esa sola acción, a balón parado, de su mejor futbolista. Y ya que se habla de nuevo de fútbol no está de más recordar que, con respecto al árbitro, esta vez se fue en silencio. Tenía que ser.