¡A la caseta!
El fútbol se ha vuelto muy cómodo en las categorías inferiores, por fortuna. Los campos de barro y charcos han dejado paso al césped artificial de superficie lisa y de bote regular, las porterías desnudas tienen ahora casi siempre una tupida red que hace más estéticos los goles, los guantes del portero ya no son los que le acompañaban hasta el colegio el invierno anterior. Y además se disfruta de vestuarios.
Qué gran palabra, “vestuario”.
En el primer diccionario académico (1739), el “vestuario” era solamente el lugar destinado a que se revistieran en las iglesias (es decir, a que se pusieran ropajes por encima) los eclesiásticos; y a que se vistiesen en los teatros (es decir, a que se cambiaran de vestido) los “representantes”. Sí, “representantes”: así se llamaba también a los “farsantes y comediantes” que debían salir a escena para representar una obra. Hasta el año 1970 no recogió la Academia la acepción de “vestuario” como lugar de un recinto deportivo donde la gente se cambia de atuendo. Y su significado no deja de crecer, porque ahora incluso el vocablo sirve para referirse al conjunto de integrantes de un equipo (“el vestuario está muy unido”).
La palabra nos llegó directamente desde el latín medieval, “vestuarium”; y tiene un cierto aroma de elegancia. Nada que ver con su precedente: “caseta”. Las casetas más habituales hace treinta o cuarenta años por aquellos terrenos de primera regional (doy fe) no tenían ni agua corriente. Los viejos campos carecían de instalaciones como las de ahora (sauna, piscina, taquillas, perchas…). Y a casi nadie se le ocurría utilizar un vocablo tan prestigioso como “vestuario”.
Al decir “caseta” se pensaba en cualquier casa pequeña, de construcción ligera y de una sola planta: porque aquel recinto se parecía a una caseta de aperos. Así que el actual vestuario se llamó antes “caseta”.
Hoy en día se dice menos que un jugador debe irse a la caseta (expulsado), que el equipo salió de la caseta con mucho brío o que hay que dejar los nervios en la caseta.
La caseta era algo duro. Cuando un futbolista se ganaba la expulsión, la gente gritaba: “¡A la caseta, a la caseta!”. Sonaba rotundo. Sólo el hecho de entrar en una caseta parecía ya un castigo. Qué diferente de “¡al vestuario, al vestuario!”.
“¡A la caseta!” implicaba ir a ducharse con agua fría. “¡Al vestuario¡” evoca meterse en el yacusi.