De la lona al cielo
Un clásico de los Juegos es la irrupción del equipo español de baloncesto en el combate por las medallas. Otro clásico es su dramática manera de aparecer en escena. Hace apenas una semana, España bordeaba la eliminación frente a Nigeria. Ganaba por un punto (83-82) a falta de dos minutos para el final del partido. Todo era angustia y dificultad. No funcionaba el ataque y mucho menos la defensa. Los jugadores estaban acorchados. Parecía una selección en decadencia, pendiente de la anotación de Pau Gasol, el jugador bandera por todas las razones del mundo. España ganó aquel partido con la obligación de ganar sucesivamente a Lituania y Argentina. No había muchas razones para el optimismo, excepto por la capacidad del equipo de bordear el abismo y evitar la caída. Lo ha convertido en una tradición. Derrotó a argentinos y lituanos. Ayer destrozó a Francia en un partido soberbio. España se encuentra donde acostumbra, cada vez más cerca del podio.
El modelo español de supervivencia en los Juegos, y en algún Mundial que otro, es digno de estudio, tanto por la saga de éxitos que se han producido en los últimos 15 años como por la manera de obtenerlos. Después de las dos derrotas iniciales y del espeso partido frente a Nigeria, no se descartaba una trabajosa victoria ante Lituania, partido de lucha y sufrimiento, una rendija a la esperanza a través del sacrificio. Pues no. Fue un paseo en toda regla. Gran juego de ataque, fenomenal defensa. Se temía, y con razón, a Argentina, la otra selección que ha acompañado a España durante los últimos años en la pugna con Estados Unidos. Si algo le distingue es su fiereza competitiva. No hubo partido. España arrolló.
Francia estaba llamada a suceder a España en el reinado europeo. Eliminó a la Selección en el último Mundial, disputado en suelo español, en medio de la frustración de los aficionados, que temieron el ocaso definitivo de su maravillosa gran generación, la que se articuló en el Mundial junior de 1999. Como sucede en la mayoría de las selecciones francesas, su combinación de potencia, energía y dureza se antojaba insuperable para España y el resto de los equipos europeos. Era su momento para tomar el relevo. Han pasado dos años y España ha derrotado a Francia en el Europeo —con el toque de revancha que significó la victoria en Lille— y en los cuartos de final de los Juegos de Río. De repente, Francia emite señales confusas. Toni Parker, su gran estrella, anunció ayer su retirada.
No fue un partido cualquiera. Era la llave para convertir un enredo —dos tristísimas derrotas y dos victorias con estilo— en un nuevo éxito del equipo. La exhibición fue rotunda, de un calibre similar al de los mejores días del baloncesto español. Rapidez, buen ojo para pasar y tomar las decisiones correctas, versatilidad, juego exterior y superioridad en el interior, excelente movimiento de la pelota, una defensa pocas veces vista y la espléndida sensación que producen los equipos bien engrasados. No hubo dependencia de Pau Gasol, ni de nadie. La maquinaria funcionó a la perfección, con una gran noticia: los Llull, Mirotic, Willy Hernangómez y compañía se manejaron con la personalidad que se espera de ellos y que en bastantes ocasiones no se ha trasladado a la pista.