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F. Santos, el patito feo de la Euro

Recuerda al impar Luis Aragonés. Tiene un aire permanente de gruñón, quizás para impedir que se le acerque la gente; también coincide con el de Hortaleza en su falso aspecto de desaliñado, más que nada por esa barba cerrada o a medio afeitar. Le importa un pimiento lo que digan, los prejuicios y las presiones; algo más paciente ante la prensa, pero no mucho, que nuestro exseleccionador, levanta una ceja o se le escapa media sonrisa como diciendo qué listillo es este plumilla. Lleva mal los despachos y los vicios de los futbolistas. Cuando se estrenó como seleccionador de Grecia convocó el entrenamiento a las 8 de la mañana, antes del calor. Los jugadores protestaron. Hay mucho tráfico, dijeron, a esas horas. Pues bueno, dijo este zorro, entonces a las 7.

Nuestro Don Luis, un día, cogió del cuello a un pequeñín (Reyes) y le dijo que era mejor que todos los extranjeros que tenía en Inglaterra, aunque se llamaran Henry; luego agarró a todos los bajitos —traumados de ser bajitos y españoles— y les dijo que no les iba a ganar ni Dios. Este seleccionador, al que no le importa que los franceses digan que aburre, ni que vaya de empate en empate hasta la victoria final, ha cogido a los portugueses, educados históricamente para el fracaso y la inferioridad, y les ha grabado a fuego que las victorias se fraguan en la cabeza. Este seleccionador con la cabezonería del Aragonés, se llama Fernando Santos. Él, el patito feo de la Eurocopa, no le ha dado a Portugal un estilo de juego, le ha dado algo mucho más grande: la fe.