Oblak lleva el autobús a Milán
Ni siquiera el último minuto es alemán. Ya no. El fútbol es otro. O el mismo, porque igual no gana el que mejor juega, pero sí el que mejor compite. 42 años después, lo más parecido al gol de Schwarzenbeck fue ese zapatazo de Alaba que se envenenó de gol en Thomas. Pero Oblak dijo que no y que no. Cambió de dirección, se estiró y mandó con una mano la pelota a un costado. El mejor portero del mundo. El apellido que merece llevarse el titular de esta semifinal. Un cuento de fútbol lleno de emoción y angustia que retrata la lucha de un equipo y el sacerdocio de su entrenador, un poema que cura la deuda histórica con una institución. Una epopeya en la que todos serán recitados, incluso ese Luis Aragonés de fondo tan simbólico y emotivo que aún resuena en Múnich, pero en la que los guantes del esloveno se ganaron la mejor canción. Cada día le quieren más.
Fueron sus paradas, sus saltos y su mando los que dejaron vivo al Atlético en su desastroso primer tiempo, con Giménez histérico, otros temblando y el Bayern volando: el tiro de Lewandowski a bocajarro, el penalti detenido a Müller, el rechace de Xabi... Y también después, cuando Simeone devolvió la respiración con Carrasco por Augusto, Griezmann corrió hacia el Balón de Oro y El Niño decidió que había que sufrir un poco más. Oblak siempre estuvo allí. En todas. Hay porteros buenos, malos y regulares, los hay que atajan mucho y evitan goles. Y hay algunos que van más allá. Ganan partidos y campeonatos. Oblak conduce el autobús del Atlético a Milán.