Cruyff y los años de plomo
España, orgullosa campeona de Europa en el 64, quedó noqueada en un amistoso de preparación para el Mundial de Inglaterra por un desconocido equipo holandés con nombre de detergente, como recuerda Relaño. Nadie reparó entonces en lo que se estaba cociendo en aquella ciudad de Amsterdan gracias a un tardo-adolescente de flequillo arrubiado. Nuestra Selección fue a ese Campeonato del Mundo confundida y quedó apeada antes de descender por la escalerilla del avión. Fue el Mundial de Nobby Stiles, aquel desdentado defensa con modos de desbrozadora, de la defensa de Uruguay a bayoneta calada y de la caza a Pelé fotograma a fotograma. Dos años después el fútbol amenazaba con descarrilar definitivamente con el ejemplo del Estudiantes de la Plata y aquella infame vuelta de la Intercontinental ante el Milán que casi acaba con el intercambio de embajadores entre Italia y Argentina.
Era el fútbol de trincheras y alambradas. En el protocolario intercambio de banderines se producían saludos del tipo ‘de esta raya para acá come mi familia’, y sabías que no estaba en juego solo la tibia. Epígonos de aquel modelo como Aguirre Suárez, Fernández y aquella patibularia entrada sobre Amancio en Los Cármenes nos causaban tanta repulsa como terror.
En esos años de plomo comenzó a despuntar el flequillo rebelde de Cruyff, que luego fue Croyff e incluso Craiff, para los locutores españoles más puristas. Tres Copas de Europa con el Ajax de una tacada a modo de presentación, la Liga del Barça del 74 tras 14 años de sequía, el 0-5 en el Bernabéu o el subcampeonato del Mundial de Alemania nos convirtió a muchos en Cruyffistas, en esa época en la que de niños soñábamos con salir en el Estudio Estadio haciendo con él una pared.
En aquel Mundial de Alemania todos íbamos con Holanda. Cruyff flotaba sobre el césped, como un grafitero contracultural y alternativo al juego áspero como una lija del siete que se predicaba. Por eso sentimos como propia la derrota en la final ante los anfitriones y como venganza los de aquella generación recordamos más jugadores de los perdedores que de los ganadores. Hagan la prueba.
A mediados de los ochenta la elegancia de aquella Holanda parecía que había quedado en el olvido ante el aparente retorno al fútbol de lija, a los ‘míster látigo’ que poblaban los banquillos y cuyos gestos juntando los dos dedos índice para recordar el marcaje al hombre como única innovación táctica ponía de manifiesto su propia pobreza. Y ahí volvió Cruyff para rescatarnos y cambiar ya para siempre el rumbo de nuestro fútbol. Llegaron las cuatro ligas seguidas del Barça, la Copa de Europa de Wembley y el Dream Team. Empezaron a extinguirse las apelaciones genitales en los vestuarios y brotó la palabra, el discurso y el método.
En estas horas de zozobra tras su marcha hemos escuchado la voz de muchos de sus discípulos, todas muy atinadas y certeras. Pero de quedarme con una lo haría con el testimonio que un anónimo seguidor dejó con voz quebrada en el contestador de la Cadena SER. Era un aficionado del Madrid, invidente desde hace unos años. “Siempre podré presumir de haber visto jugar a Cruyff, incluso en el 0-5”. Hasta en eso fue distinto a todos.