Envidia del Seis Naciones
Acabó el Seis Naciones, la competición por excelencia del rugby. Comenzó a disputarse allá por 1882, y no sólo no ha parado, sino que va a más. En la última jornada, 81.300 espectadores en el Stade de France para ver el Francia-Inglaterra, 74.500 en el Principality Stadium del Gales-Italia y 51.700 en el Aviva Stadium del Irlanda-Escocia. Estadios cada vez mayores —Twickenham, en Londres, acoge a 82.000 espectadores—, y nuevos patrocinadores que incluso se hacen con el nombre del torneo, que pasó este año a llamarse 2016 RBS Nations con la entrada de The Royal Bank of Scotland. Competiciones como ésta hacen del rugby un deporte de culto. Es la envidia que sentimos, porque no terminamos de arrancar.
No supimos coger el tren a tiempo, como hizo Italia. Y eso que en 1934, cuando el rugby comenzó a estructurarse en el continente, estuvimos ahí. Pero la Guerra Civil y el periodo de la postguerra terminó por alejarnos de un deporte que no para de crecer pese a que es de los más antiguos. Incluso fue olímpico en 1900, aunque desapareció del calendario después de los Juegos de 1924. Este verano, en Río, reaparece bajo la fórmula de rugby a 7, a la que intentamos engancharnos, ya que el otro nos pilla muy lejos. Nuestros equipos masculino y femenino van a disputar en junio el torneo Preolímpico, que sólo concede una plaza para los Juegos. Va a ser dificilísimo, pero al menos vamos a estar ahí. En el otro, en el de 15, ni estaríamos. Algo es algo.