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Qué difícil es ser el Niño

Nunca fue fácil ser Fernando Torres. Ni siquiera en sus días indiscutibles (y que aun así se discutían). Un ejército de detractores siempre se juntó para negarle el gol y la sal, ponerle una carcajada de desconfianza o burla a sus conquistas, y atribuir su buen nombre a una fabricación artificial de ciertos medios afines. Y ahora que sus mejores pasajes ya se fueron, los enemigos hablan más fuerte. Como si la edad del Niño, esa inevitable caducidad cercana, diera contenido a la delirante teoría que recitaban ya cuando lo vieron escapar de la cuna. Y ahí estaban todos el martes, apostados al otro lado de la tele y del twitter, cuando Torres avanzó hacia el quinto penalti. A la espera del fallo. El murmullo era tan afilado que cortaba. Pero marcó con seguridad y despejó a sus agoreros.

Pero no sólo anotó Torres. Lo hicieron todos los colchoneros. Incluso, de milagro, Saúl. Y por eso cruzaron los octavos. Pero antes, el Atlético se había ido desprendiendo de juego y atacantes, ahorrándole dolor al PSV y forzando la soledad del Niño. Como el azar puso rojiblanca la moneda al aire, las crónicas se llenaron de elogios que obviaron el pecado de racanería. Y al calor de los abrazos y la felicidad extrema, la reflexión interna ni asomó. Casi al contrario, se dedujo que el pase fue consecuencia del argumento. Y así, el sábado, en un retroceso aún más descarnado, llenándose de más medios y defensas, dejando más solo al Niño, el Atlético acabó suicidado. Pero quizás así, como hoy manda el marcador, sí haya aprendido la lección. Lo mejor arriba, también para el Niño, es la compañía.