La mosquitera de la señora Mina y el Anita Awawo
n Con el harmatang a cuestas, sin agua corriente y el sol en su mayor apogeo, esta ciudad, Malabo, antes Santa Isabel, y mucho antes Clarence, se convierte en un pozo negro de donde brotan los vahos más inesperados y agresivos para la pituitaria más recalcitrante. El hedor brota de los contenedores de basura, los lechos de aguas residuales y de pilas de residuos de tripas y vísceras de pescado y carne arrojados a la intemperie. Los muchísimos críos que por allí pululan dicen que Malabo tiene mal aliento. No es de extrañar. Y luego están los mosquitos, que hacen su agosto, su enero y lo que resta del año y que se abalanzan sobre el gentío en cuanto asoma la oscura noche.
Menos mal que mi casera, la señora Mina, ha puesto a mi disposición una amplia y reconfortante mosquitera en la que me resguardo al anochecer del terrorífico ataque del cínife. Es muy necesario. Eso sí, a uno se le queda cara de viejo colono, de esos que en los aciagos años de dominio hispano se parapetaban en el Anita Awawo a la espera de llevarse a la cama a alguna nativa joven para calentar sus viejos huesos de crápula.
Tras pasar por varias manos, el antiguo local de doña Anita es hoy día una pizzería o algo similar. Lo lleva, con escaso salero y una cierta dejadez, un tal Dudu, un pariente lejano de aquella señora dedicada a facilitar la vida a todo español atacado de melancolía y necesitado de compañía femenina guineana. Pero no sólo españoles, también todos los franceses, ingleses y portugueses que tuvieran la cartera lo suficientemente provista para pasar una noche negra y tropical, para siempre, inolvidable. Aunque siempre hubiese quien encima se quejara de los servicios de una madame legendaria..