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Al margen del rival, el primer partido muestra un guión previsible que puede resumirse en la falta de continuidad, y en consecuencia de eficacia, del juego. No es tanto en la selección actual —madura y confiada en sus riquezas— pagar los nervios del debut cuanto la falta de tiempo para encontrar el ritmo ideal. Las fases de irregularidad de España en el debut de este Mundial tienen en ese terreno una lógica respuesta. El desarrollo del partido exige variar conductas, alternar jugadores y adaptarse a variables que se dificultan al no disponer aún de la precisión que exige el ritmo que genera confianza al colectivo.

En tal escenario el equipo nacional no tuvo mayores problemas que los que por si mismo permitieron; el grado de confianza en modificar de manera urgente hacia sus intereses momentos de desequilibrio es tal que, a pesar de la aproximación del rival en el marcador, no se pierde la seguridad. En el futuro es previsible que los jugadores se alejen de riesgos innecesarios ajustando tareas defensivas (el marcaje a los pivotes por ejemplo) de una parte y, de otra, la continuidad obligada que abre opciones claras en ataque.

El partido tuvo dos lecturas de interés a reseñar: una aproximación arbitral a lo que desde hace años solicitamos cual es el rigor obligado ante acciones merecedoras de tarjeta roja que permite alejar del juego a “especialistas de la violencia” a cambio de calidad en los comportamientos defensivos. La segunda lectura nos acerca a reflexionar acerca del verdadero valor del “juego colectivo”: cuando Rutenka recibió la justa tarjeta roja y en consecuencia su descalificación, Bielorrusia jugó mejor, con mayor ritmo y seguridad colectiva. La lección es clara: no siempre las estrellas mejoran un equipo.