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El ejemplo de Irlanda es su afición

Con apenas 21 años me inicié como enviado especial a una gran ronda en el Tour de Francia de 1992, que salía de San Sebastián en pleno apogeo de Miguel Indurain. Por mi bisoñez de entonces, lo miraba todo boquiabierto desde el minuto uno, nervioso como un flan. Si no tenía ya bastante tensión con mi estreno profesional, de repente hubo una noticia que nos sobresaltó a todos: grupos independentistas vascos habían quemado varios coches de la organización y de medios de comunicación extranjeros. Delante de nuestras propias narices. La cosa no pasó de ahí. Hubo un pacto subterráneo y el alcalde socialista Odón Elorza hizo un llamamiento a la tranquilidad. Pero se nos metió a todos el susto en el cuerpo. Especialmente a este debutante.

Ayer supimos que la policía irlandesa desactivó un coche bomba en Dublín que tenía el Giro como objetivo. Los eventos deportivos están históricamente expuestos a las protestas políticas o sociales. También a su fórmula más extrema: el terrorismo. No hay que irse muy lejos: en 2013 murieron tres personas y hubo casi 200 heridos en la Maratón de Boston. Un año después, la respuesta a tal barbarie ha sido batir el récord de participación. Esa debe ser también la reacción del ciclismo, que puede exhibir con orgullo el ejemplar comportamiento de los aficionados, que han abarrotado y teñido de rosa las calles y las carreteras tanto de Irlanda del Norte como de la República de Irlanda. Igual que en 1992 hicieron los vascos con el Tour.