La Gran Guerra llegó a las cumbres
Este año se conmemora el centenario del comienzo de una guerra que iba a durar unos meses. Eso es al menos lo que pensaban todos los generales y la mayoría de los europeos, tanto los que vitoreaban desde las aceras como los que desfilaban luciendo sus flamantes uniformes. Pero cuatro años después, con millones de muertos, heridos y desplazados, el mundo se enfrentaba a las secuelas del mayor y más cruento desastre vivido por la humanidad hasta ese momento. Nunca el horror de la guerra se hizo tan patente. Nada escapó a aquella locura homicida, ni siquiera las altas montañas.
Así, las Dolomitas se convirtieron en frente de combate entre las tropas del imperio austrohúngaro y las italianas. Los que hoy disfrutan del esquí a los pies de la Marmolada tienen la oportunidad de visitar el museo de la guerra más alto de Europa, a 2.950 metros de altitud. En él se encuentra una maqueta que reproduce una asombrosa “Ciudad de hielo” construida por los austrohúngaros en las entrañas del glaciar que discurre a los pies de esta montaña mítica. Doce kilómetros de túneles que alojaban polvorines, enfermerías, almacenes, puestos artilleros, refugios y hasta cantina y club de oficiales para entre 300 y 400 soldados destinados en aquella particular guerra en las cumbres.
Los italianos, por su parte, cavaron en la roca cuevas y túneles donde refugiarse y puestos artilleros a 3.000 metros de altitud desde los que batían las posiciones enemigas. Y es que las cimas y los pasos de montaña se convirtieron en puntos estratégicos que eran ocupados y recuperados por ambos bandos en una lucha entre alpinistas. Porque muchos de los que aquel verano de 1914 estaban disparando en ambas trincheras, y muriendo por unos metros o un paso estratégico, poco antes habían estado allí escalando por pura pasión. Hombres como Sepp Inerkofler, un tirolés que había pasado su vida escalando tras los pasos de su tío Michael, conocido como “el rey de los Dolomitas”.
Su conocimiento de la zona y sus extraordinarias cualidades alpinísticas y coraje lo convirtieron en líder de un pequeño comando de alpinistas hasta que murió despeñado durante la toma de una cima ocupada por los italianos. La guerra terminó y el fragor de los cañones desapareció, sustituido por el retumbar de los aludes y las tormentas. El hielo, ajeno a tanta locura, continuó su milenario camino destruyendo las construcciones militares y aflorando aquí y allá restos de aquella tragedia que durante unos años tiñó sus nieves de rojo sangre. Hace poco, debido a un periodo más cálido, comenzaron a aparecer en los hielos algunos cuerpos de aquellos soldados. Nunca la montaña mató tanto, nunca una guerra fue más devastadora para Europa.