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Paisajes de una guerra

Las islas Malvinas, de donde acabo de regresar, es un archipiélago situado en lo más remoto del Atlántico Sur, con una superficie de algo más de 12.000 Km. cuadrados, (casi el doble del archipiélago de las Canarias), con una población de unas 3.000 personas que viven casi exclusivamente de las ovejas, de un incipiente turismo y de la industria pesquera. Son famosas y conocidas porque en estos parajes se libró una de las últimas guerras, por la disputa de la soberanía sobre este enclave, antaño estratégico y hoy desolado, pues la vida en estas islas es muy dura. De regreso a casa, en el velero dando pantocazos por aquellos crueles mares del sur, pude leer un libro muy interesante: Los viajes del Penélope, del argentino Roberto Herrscher.

Este periodista narra sus peripecias a bordo del barco Penélope, el más viejo que participó en aquel conflicto entre Gran Bretaña y Argentina, con consecuencias desastrosas para los soldados argentinos que habían sido mandados a luchar por los generales que habían implantado una feroz dictadura en su país. Es un libro a medio camino entre el relato periodístico de investigación y la novela de aventuras. Es una mirada nostálgica y a veces avasalladora sobre la guerra, sus secuelas y los recuerdos que acompañan de por vida a sus protagonistas. Es un viaje de ida y vuelta, porque en principio el barco perteneció a un aventurero alemán, Gunther Plüschow, con el que realizó una expedición a principios de siglo a la Patagonia, y que termina de vuelta en Hamburgo. Es una cita con todos los demonios, con aquella guerra sin sentido donde fueron llevados como corderos al degolladero multitud de jóvenes que no tenían preparación, que no disponían de logística ni un mando adecuado, enfrentados a un ejército profesional que antes de salir de Europa ya habían ganado la guerra. Cuando los británicos tomaron el control de las islas nuevamente, pudieron comprobar cómo había depósitos de material y de comida intactos mientras los soldados argentinos que murieron en combate les había faltado de todo. Cuenta también el reencuentro con los compañeros que compartieron suerte, el pesimismo de saber que todos perdieron, pero también cierto orgullo de haber vivido, muy a su pesar, una de esas grandes aventuras tras las que uno no vuelve a ser el mismo. Una especie de aventura iniciática, casi como la relatada por Conrad en El Corazón de las Tinieblas, envuelta en el horror de las guerras. Hoy siguen allí esos mismos paisajes que nos la siguen recordando. Las estepas desoladas, donde pastan las ovejas y los carteles recuerdan que son campos minados o el aeropuerto, que en realidad es una base aérea donde están desplegados 2.000 soldados británicos (para una población que no llega a los 3.000 habitantes). Las Malvinas siguen siendo también las Falklands y para todos, los que allí lucharon y los que hemos podido contemplarlo, un paisaje que grita el cruel sinsentido de las guerras.