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Vagabundos del mundo

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Ni la distancia enorme que separa Georgias de Europa, ni las tormentas y vientos feroces, ni el mar más temido por los marinos me impidieron estar ayer en el cierre de los actos organizados por la editorial RBA para celebrar el 125 aniversario de National Geographic, en el que el prestigioso fotógrafo norteamericano Michael Nichols mostró algunas de sus fotografías más representativas y espectaculares. Fue un acto de homenaje a esta institución prestigiosa por su labor divulgativa y, en lo que a mí respecta, una sincera reflexión sobre la aventura.

Cuando se funda National Geographic, a finales del siglo XIX, el mundo parecía concluido, terminado. Pero entonces surgen los últimos retos geográficos: rellenar los espacios en blanco de los mapas. Los desiertos, el interior de África y Asia, se ofrecen como una oportunidad y la última tentación de los aventureros con todos los ingredientes básicos de toda gran aventura: misterio, exotismo y peligros sin cuento que pondrán a prueba las capacidades y el coraje de los últimos exploradores románticos. Los exploradores y navegantes españoles y portugueses del siglo XVI ya habían globalizado y dado a conocer el mundo. Ahora se trata de llegar donde no ha llegado nadie: al corazón de la Tierra, a sus extremos, lo más al Norte, lo más al Sur, lo más alto.

Desde luego en gran medida fueron británicos a quienes correspondería esta noble labor, pero hubo muchos más. Eran hombres y mujeres como los que retrató Rudyar Kipling, que podían soñar con ser reyes. Fueron militares y espías, por supuesto, pero también misioneros, como Livingstone, en contra de la esclavitud, luchadores por la libertad de pueblos colonizados, científicos, geógrafos en pos de la última geografía indomable. Pero además casi todos eran pintores, músicos, alpinistas, cirujanos.

Hoy, lejanos ya esos tiempos, no nos queda más remedio que ser vagabundos. Probablemente de haber nacido hace un siglo me hubiera gustado ser uno de aquellos geógrafos desconocidos que exploraron y cartografiaron el Himalaya, como el capitán Montgomerie. Pero hoy ya están medidas todas esas grandes montañas y uno no tiene alma de misionero ni militar. Soy periodista y documentalista pero ni siquiera podría decir que todos estos años estuve acometiendo viajes y aventuras para poder capturar esas emociones con imágenes y palabras y cerrar el ciclo vital impulsando nuevas generaciones de alpinistas y aventureros, pues la aventura, para ser completa necesita ser contada. Por supuesto me alegro de que haya sido así, pero si no hubiera sido periodista ni documentalista ni fotógrafo, también hubiera sido rebelde y aventurero. No me imagino nada más hermoso que partir de viaje hacia tierras desconocidas, en las que cualquier cosa puede suceder. Donde, como en el anuncio de Shackleton, siempre había incertidumbre, con peligro constante y sin garantía de regreso. Es ese “sin garantía de regreso” el mayor atractivo de la aventura. Sin ese componente no hay tal aventura. Cuando se pone en marcha una como de la que acabo de regresar uno sólo sabe cuando sale de casa, pero no está en su mano el cuándo y el cómo se termina. En una palabra, creo que seguiría siendo aventurero en la más noble de las acepciones que me brinda el diccionario, porque a cualquiera le puede ocurrir una aventura pero sólo el que las elige voluntariamente merece ese nombre.

Acabo de regresar de una durísima expedición a Georgias del Sur pero, para ser sincero, ya estoy pensando en partir de nuevo. Quizás sin rumbo fijo, a esos lugares donde, como dijeron los pioneros de los polos “aún puede sentirse el alma desnuda del hombre”. Lo soy porque hace tiempo que comprendí que más que encontrar respuestas, el sentido de la vida reside en hacerse preguntas, en una búsqueda permanente de lo que nos rodea y de nosotros mismos. Y me siento afortunado por haber nacido en un tiempo en el que podía dejar perder mi imaginación en el corazón de los mapas.