La estrella de María ya brilla para siempre en el cielo
Hace un par de semanas coincidí con María de Villota y no me atreví a saludarla. Estaba acompañada por otras personas mucho más importantes que yo en un acto público y no quise molestarla. Ya habrá más oportunidades, pensé. Ahora me arrepiento. Me hubiera gustado saber cómo se encontraba, darle un beso y un abrazo. Ya nunca podré hacerlo… La estrella de María, esa que lucía en su casco con la fuerza de una vitalidad y una capacidad de lucha encomiables, ya lo hace en el cielo y todos la echaremos mucho de menos. Siempre había admirado a esta chica de sonrisa eterna, desde que la conocí siendo una niña junto a su padre, Emilio, el hombre del que recibió su pasión inquebrantable por las carreras. Pero desde su grave accidente, esa admiración había llegado a ser casi intimidatoria para mí, lo reconozco… y me explico.
Cada vez que me encontraba con María o la veía en alguno de esos eventos que protagonizó en lo que era para ella una nueva oportunidad, me sentía avergonzado de mí mismo. Era una sensación extraña, me veía diminuto ante su grandeza. Yo preocupado de mis miserias cotidianas, de mis problemas menores, de mis temores ridículos frente a una mujer que había vuelto de las tinieblas intentando ser más fuerte que la propia muerte. Ella era la vida, una vida plena y feliz, con esa serenidad y seguridad que sólo exhiben quienes ciertamente han aprendido que cada segundo que pasa es único, valioso e irrecuperable. No soy demasiado mitómano, ni con los deportistas ni con nadie, nunca lo he sido, pero María sí me invitaba a mirarla desde abajo, desde mi insignificancia. Y ahora lo seguiré haciendo, buscando en el cielo esa estrella que brillará para siempre.