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En casa de los isleños de su majestad

Por fin hemos llegado a las islas Malvinas. Hemos volado desde la ciudad chilena de Punta Arenas y tras pasar por Santiago de Chile, un periplo algo enrevesado que es una prueba más de las peculiaridades históricas y geográficas que acompañan a este archipiélago de algo más de doscientas islas al que el Comité de Descolonización de la ONU considera “territorio no autónomo administrado por el Reino Unido de la Gran Bretaña”. Basta un paseo por las calles de su ciudad más importante, Stanley, para aclarar sin lugar a ninguna duda lo que esa alambicada definición significa en realidad: estamos en Gran Bretaña. Y hasta el clima parece ayudar a crear esa ilusión casi en el otro extremo de donde se encuentra la metrópoli. Un cielo plomizo y más que generoso con la lluvia se funde con un horizonte de lomas cubiertas de hierba y pequeños arbustos. Aquí los árboles son un lujo que algunos jardines y edificios protegen de la furia de las tormentas. Las calles, delineadas por sólidas casas bajas, acentúan la impresión de estar en un apacible pueblito de la campiña inglesa. Si no fuera porque aquí y allá te encuentras con un herrumbroso vehículo militar, recuerdo que han querido mantener del último gran conflicto bélico que tuvo lugar aquí cuando la dictadura argentina decidió invadir las Malvinas en 1982. Las hiladas de cruces blancas que forman el cementerio argentino son la mejor y más dramática narración de lo que aquella locura supuso y que también afectó al que va a ser nuestro destino final en esta aventura: las Georgias del Sur, invadidas durante el conflicto por un destacamento argentino al mando de un oficial tristemente famoso, Alfredo Astiz. El conocido como “el Ángel de la muerte” por su activa participación en el secuestro y desaparición de opositores a la dictadura acabaría rindiéndose a las tropas británicas que lo cercaron. Hoy aquella guerra en el fin del mundo es ya sólo pasto del recuerdo pero también firme cimiento sobre el que sus poco más de 2.000 habitantes defienden su peculiaridad y su forma de vivir. Ellos denominan a su hogar en el Atlántico Sur Falkland Islands y a sí mismos simplemente “isleños”, fieles súbditos de su Majestad británica que gozan de una más que cómoda existencia gracias a los pingües beneficios que les genera la venta de derechos de pesca en sus fértiles aguas. Una próspera economía que se anuncia aún más boyante gracias a los yacimientos de hidrocarburos que aquí se están explorando. En el puerto de Stanley nos encontramos con nuestro amigo Hugo Delignières, patrón de La Sourire, y Marie Paul Guillaumont que nos van a llevar a las Georgias del Sur. Por delante nos esperan días de presumiblemente agitadas singladuras por uno de los peores mares del mundo. Ya les iré contando.