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El 'mediohombre' que humilló a los ingleses

Camino por las fortificaciones de Cartagena de Indias en busca de la estatua de un hombre tan íntimamente ligado a la historia de esta ciudad como olvidado al otro lado del océano. Aquí está, espada en mano, a los pies del castillo de San Felipe de Barajas. La verdad es que cualquier tribunal médico actual le habría concedido la incapacidad permanente sin dudarlo pues le faltaban un ojo (perdido en la defensa de Tolón) y una pierna (se la amputaron a los 15 años frente a Gibraltar durante la Guerra de Sucesión) y la mano derecha estaba prácticamente inútil a consecuencia de un balazo. Pero el oficio de Blas de Lezo y Olavarrieta (1689-1741) era la guerra y en él no tenía igual. Pocos militares españoles han sido más valientes e ilustres. Me asomo desde uno de los baluartes a la hermosa bahía de Cartagena tratando de imaginar el horror de los habitantes de esta ciudad colombiana cuando la vieron llena de naves inglesas dispuestas a tomarla en 1741. Hasta el desembarco de Normandía no se movilizaría en el mundo tal cantidad de naves y hombres para una operación militar. En frente apenas 3.000 defensores y poco más de 900 cañones. Pero dentro estaba todo el talento como estratega y la determinación en la victoria del almirante Blas de Lezo, al que algunos llamaban 'mediohombre' cuando oían acercarse el toc-toc de su pata de palo. Pero muy pronto se tuvieron que comer sus palabras. Ni los brutales bombardeos ni los sucesivos asaltos pudieron con la fanática defensa que opusieron los soldados españoles y la habilidad militar de Blas de Lezo para sorprenderlos desbaratando sus planes.

Tras semanas de asedio, los defensores se vieron cercados en el castillo de San Felipe de Barajas. El almirante Vernon, líder del asalto, ya se vio triunfador y envió noticias de su victoria a Londres donde, incluso, se acuñó una moneda en la que se veía arrodillado al marino español entregando la ciudad. Craso error pues el cólera y el escorbuto vinieron a castigar a unos asaltantes ya muy desmoralizados y que terminaron por retirarse, no sin antes quemar seis de sus navíos por falta de tripulación y dejando atrás más de 2.000 bajas. En Londres, el rey Jorge II ordenó que se echara una gruesa capa de olvido sobre tan humillante derrota castigando a quien hablara de ella. En cuanto a Blas de Lezo, poco dado a los alardes, informó a la superioridad de que “…hemos quedado libres de estos inconvenientes.” Con él se cumpliría, una vez más, la tradición cainita de nuestra historia: murió poco después, infectado por la misma epidemia que le había ayudado en su victoria, sin que le fuesen concedidas varias peticiones e incluso se puso en entredicho su valía. Así se premiaba una de las mayores victorias navales de la historia, superior en importancia a la derrota de la Armada Invencible, pues con ella el imperio marítimo español impidió el asentimiento de los ingleses en América del Sur y obtuvo una tregua que duraría medio siglo, hasta el desastre de Trafalgar. Pero esa ya es otra historia.