Colgarse medallas

Colgarse medallas

Cabe imaginar que la mayoría de las imágenes que den cuenta del acto en la Real Casa de Correos de Madrid con motivo de la fiesta del Dos de Mayo tendrán como protagonista a Iker Casillas, a quien la Comunidad de Madrid ha concedido su Medalla de Oro por “…su valía personal y profesional y por ser uno de los mejores embajadores de la región y del deporte”, motivación a lo que sólo cabe añadir “amén”, aunque sólo fuera por cómo está llevando esta etapa de suplencia tras la lesión y su gesto del martes abrazando a Sergio Ramos, roto tras su absoluta entrega contra el Borussia.

Junto al capitán del Real Madrid y de la Selección estará en las fotos otro galardonado, en este caso con la Medalla de Plata de la Comunidad, con quien, en principio, nada parece tener en común Iker. Pero no es así en absoluto. Se trata de un tipo que traiciona su adusto perfil unamuniano con una inteligente sonrisa que le llega a los ojos, siempre dispuestos convertir el asombro en reflexión. Madrid ha querido premiar al investigador, montañero y catedrático de Geografía Eduardo Martínez de Pisón por su larga, concienzuda y creativa labor en defensa del Medio Ambiente.

Aquí sólo cabe otro rotundo “amén”, porque mi viejo amigo El Profe lleva una vida entregada al conocimiento de nuestro hogar en el universo, compartiéndolo, de manera tan amena como exhaustiva, tanto en las aulas como en las páginas de sus muchos artículos y libros, así como al trabajo encaminado a proteger nuestro entorno natural. Por ello, la reciente creación del Parque de su querido y mil veces recorrido Guadarrama -por la que tanto ha bregado Pisón- le ha supuesto una gran alegría. He tenido la suerte de compartir muchos viajes con Eduardo por buena parte de Asia Central, China, el Himalaya, Tíbet y el Karakorum.

Son lugares donde los mapas se disuelven en la imaginación de la gente. De ellos se ha enriquecido y te lo cuenta en su alfombra mágica que te transporta por los recovecos inexplorados de los paisajes, de los sentimientos y emociones. Y lo hace con inteligencia, curiosidad y ciencia, a partes iguales. Además, también tiene una mochila pasada de moda y unas botas gastadas de tanto andar por los senderos otoñales del Pirineo; y una mirada clara y serena con la que te explica, en un plis plas, siglos de presiones tectónicas, el lento discurrir de los glaciares y la formación de valles, o cómo las fuerzas orogénicas del planeta han levantado al cielo el fondo de mares antiguos.

Todo ello con un espíritu y una sonrisa tan libres que no se pueden contener en ningún aula, ni en ningún paisaje, ni siquiera de la anchura del Tíbet ni de la altitud del Himalaya, ya que todos los desborda con su impenitente curiosidad viajera. Porque Eduardo es uno de esos escasos sabios humanistas que nos quedan, heredero de una tradición renacentista que hizo de la naturaleza su cuarto de estudio y de las montañas el mejor laboratorio donde buscar el orden del aparente caos que, según él, rige el universo. De sus palabras brota profundidad en el pensamiento y sabiduría. Y, sobre todo, belleza. Belleza, desde luego, en los paisajes menos domesticados del planeta. Pero también belleza en su forma de mirar, en el pensamiento.

Decía Picasso que había necesitado toda una vida para aprender a pintar como un niño. Hay muy pocas personas que, como Eduardo, puedan seguir gozando durante toda su vida del privilegio de enfrentarse a los avatares de la existencia y los paisajes de la Tierra, con la mirada limpia, inquisitiva y curiosa de un niño. En el discurrir sereno del glaciar de Charakusa, en un bosque de piedra en Yunnan, en la luz cegadora del altiplano tibetano o en la Patagonia, en el oscuro abismo de las paredes del Trango, en el Karakorum, donde se mecen los sueños de los mejores alpinistas, y en algunas de las montañas, desiertos y glaciares que, -como él bien sabe- yo más amo, están cinceladas buena parte de nuestra amistad, la sabiduría y el espíritu, crítico y libre, (que muchas veces tantos disgustos le ha ocasionado) de mi amigo.

A cambio, sus ojos llevarán para siempre reflejos del Everest y el Nanga Parbat, entremezclándose con los de Peña Telera, las dunas del Taklamakán y las olas congeladas del glaciar de Rongbuk y de bosques donde florecen todas las primaveras. Y de gentes de todo el mundo. Gentes que, como las de Hushé, siempre le recuerdan con cariño. Pero, en realidad, su mejor logro -y en esto creo que se asemejan las figuras de Casillas y Pisón- es su propio ejemplo vital. Su forma de vivir su pasión, generosa y alérgica a colgarse medallas, es lo que les hace a ambos indudables merecedores de las que hoy les conceden. Hay poca gente que se merezca tanto este reconocimiento como ellos.

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