El horror más indiscriminado
Las grandes maratones, como la de Boston, tienen una singularidad: todos los corredores son iguales. En la carrera no hay distingos. Nada importa la nacionalidad, la profesión, la edad o el sexo del participante. Eso queda para quienes ocupan los primeros puestos, pero en una maratón en la que salen 23.000 personas, como en Boston, o 40.000, como en Nueva York o el próximo domingo en Londres, los detalles carecen de importancia. Todos son atletas y todos los que cruzan la meta, independientemente del puesto que ocupen, reciben el mismo trato y reconocimiento. Uno puede estar corriendo al lado del presidente de la compañía más importante del mundo o de un líder político, que nadie lo sabrá. En la carrera no hay diferencia alguna.
La globalización de las maratones permite que corran confundidas gentes de hasta 150 nacionalidades diferentes. Altos y bajos, rubios y morenos, hombres y mujeres, cristianos y musulmanes, ricos y pobres. En la carrera no se sabe dónde está cada uno. Hay quien tarda dos horas y poco, y quien tarda cinco. De la cabeza a la cola llega a haber veinte kilómetros de diferencia. Y en las aceras, miles de familiares de los corredores. En Boston había medio millón; en Nueva York llega a haber dos millones. Cometer en semejante escenario un atentado pone los pelos de punta. Imposible predecir quién pasará o quién estará cuando exploten las bombas. No hay un objetivo concreto. Se trata de sembrar el horror por el horror. El horror más indiscriminado.