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Barbarie en la maratón

Dos bombas explosionaron en la maratón de Boston. Unas bombas para matar indiscriminadamente a corredores y espectadores. Corredores, por cierto, auténticamente populares, porque alcanzaban la meta cumplidas las cuatro horas. La alcanzaban tras pasar de la agonía al éxtasis. Agonía por estar tanto tiempo corriendo, y éxtasis al ver por fin la meta y haber vencido el reto. La maratón de Boston, por cierto, no es una maratón cualquiera. Es la única que se celebra en lunes, es la decana del movimiento popular, es la que exige un mínimo de condición física que hay que acreditar con marcas realizadas en otras maratones y es la que marcó un antes y un después para la mujer, cuando Kathrine Switzer se inscribió de incógnito.

Esto sucedió en 1967, y por aquel entonces a las mujeres no se las aceptaba en las maratones por considerar que no estaban preparadas para tan colosal esfuerzo. Kathrine Switzer no pensó lo mismo, y con la complicidad de su marido y unos amigos se inscribió como K. Switzer. Corrió con una capucha y rodeada por el grupo, pero su presencia fue advertida por los organizadores. Cuando la quisieron echar, sus acompañantes lo impidieron, y Kathrine pudo alcanzar la meta. Lo hizo en 4:20 horas. El atentado fue a las 4:09 horas de carrera. Quizá se adelantó en once minutos, porque tenía un significado, lo cual sería aún más horroroso. El mundo de la maratón está de luto. Siempre recordaremos a las víctimas. Pudimos ser cualquiera.