Con tres heridas yo: la de la vida, la de la muerte, la del amor
Hace justo diez años que vivimos en Guadalupe uno de esos momentos que marcan tu vida y que jamás se te olvidan. Estábamos filmando el documental más sencillo y, sobre el papel, más divertido de aquella tanda de aventuras. Acababa de rapelar una cascada de unos cien metros hasta el fondo de un pozo tenebroso, donde el agua formaba una pequeña laguna. Arriba ya sólo quedaban las dos personas que iban a ser los protagonistas de aquella aventura: un ertzaina, Xabi Iturriaga, y una joven alpinista, Ester Sabadell.
Abajo preparamos todo lo necesario; incluso, lo recuerdo con nitidez, nos dio tiempo a secarnos las manos para sacar las cámaras y comernos un bocadillo, mientras arriba preparaban las cosas antes de empezar a filmar. Poco antes, cuando estábamos los seis colgados a cien metros del suelo, había notado una especie de temblor y un chasquido seco, como si algo se hubiera roto. Un mal presagio me pasó fugaz por la cabeza y les dije a mis compañeros que avivasen para salir lo antes posible de aquel lugar.
Comenzaba a atardecer y todavía nos quedaba más de una hora de descenso. Pero, inmediatamente, puse orden en mi inteligencia racional y analicé: no hay motivo de alarma, los chicos ya habían pasado por ese mismo sitio dos días antes y era la última secuencia que nos quedaba por filmar, como mucho en media hora habríamos acabado y luego todo sería sencillo. Así que, con orden pero sin prisas, descendimos al fondo del pozo para colocar la cámara y grabar los últimos planos del día.
Cuando Mariano hubo colocado el trípode y David estuvo listo con su equipo de sonido ya sólo faltaba gritar: ¡Acción! Iba a dar la orden cuando desde arriba mis compañeros me preguntaron: “¿Quién quieres que baje primero?” Lo pensé unos segundos y grité: ¡Que baje primero Ester! Y fue ella la que comenzó a bajar por la cuerda… Luego todo sucedió a la velocidad del rayo, aunque todavía hoy puedo detener ese tiempo en milisegundos. Cuando Ester estaba a unos15 mdel suelo la pared se resquebrajó y se vino abajo con un estruendo enorme. Vimos caer a nuestra compañera, que rebotó en una piedra, y detrás precipitarse toneladas de roca y el cuerpo de Xabi envuelto en ellas.
Después se hizo ese silencio solemne del fin del mundo que precede al caos de gritos, los nuestros y los de Ester, pidiendo auxilio. Y luego la búsqueda de un compañero muerto entre los escombros y otro roto hasta el fondo del alma. Tuve que intentar mantener la calma para organizar un rescate que ni yo mismo me creía que pudiera salir bien. Y luego 15 horas dando ánimos y cantando canciones de Sabina a aquella chica que, desde entonces, ya no sería la misma. Porque, desde entonces, sería mucho mejor y mucho más grande. Porque, a pesar de todo, lograría sobrevivir.
Desde aquel fatídico 26 de marzo, todos los años, ese mismo día, tengo que vivir con el recuerdo de saber que yo fui el responsable de haber estado allí, de haber dicho quién bajaba primero, es decir quién se salvaba y quien moría. Ya sé que era imposible prever lo que pasó y también que los dados del azar, o el destino o lo que fuese, no los tiré yo. Y también sé que gestionamos lo mejor posible aquella inmensa tragedia. Y que todos, por cuestión de minutos, estuvimos a punto de morir, y por eso puedo mirarme al espejo sin avergonzarme. Pero también sé que tendré que vivir con ello el resto de mi vida. Y por eso recuerdo todos esos días el poema de Miguel Hernández en el que tanto me reflejo: “Con tres heridas yo: la de la vida, la de la muerte, la del amor”. Y recuerdo a todos esos amigos que, como Xabi, hicieron grande “Al Filo de lo Imposible”.