NewslettersRegístrateAPP
españaESPAÑAchileCHILEcolombiaCOLOMBIAusaUSAméxicoMÉXICOusa latinoUSA LATINOaméricaAMÉRICA

¿Para qué sirve un recién nacido?

¿Para qué sirve un recién nacido?". Con esta otra pregunta respondió Benjamin Franklin a quien le preguntó, en 1783, para qué servía un globo aerostático. Por aquel entonces, Franklin era, además de un apasionado por las ciencias, embajador de los recién nacidos Estados Unidos en París y había asistido, entusiasmado, al despegue del segundo vuelo tripulado por seres humanos de un artefacto volador. Se trataba de un globo de hidrógeno ideado y pilotado por el doctor Alexandre Charles. Diez días antes, el 21 de noviembre, los hermanos Montgolfier habían triunfado haciendo despegar su globo, éste de aire caliente gracias a un brasero alimentado con paja y lana húmeda, con dos tripulantes humanos abordo (en septiembre habían enviado al cielo un cordero, un pato y un gallo, símbolo nacional francés, que regresaron de su aventura aérea sanos y salvos). Pero el invento del doctor Charles se mostró mucho más acertado. De hecho, su aerostato poseía todas las capacidades del globo moderno: disponía de una cesta para los tripulantes, una capa impermeable para la tela del globo, también protegida por una malla metálica, una espita de gas regulable en lo alto para dejar escapar el gas a voluntad y un sistema de lastre de bolsas de arena que se podía liberar por kilos e incluso gramos. Cuentan las crónicas que cientos de miles de parisinos asistieron extasiados al acontecimiento. Resultó emocionante para los tripulantes, el doctor Charles y su asistente el señor Robert, quien exclamó en pleno vuelo: "He terminado con la Tierra. Desde ahora, para mí solo existe el cielo. Una calma tan total. Tal inmensidad." Supongo que un sentimiento parecido al que deben tener los modernos astronautas al ver la Tierra desde la estación espacial.

En los años siguientes el lanzamiento de globos se sucedió tanto en París como en otras grandes cortes europeas. Los hermanos Montgolfier vieron en su invento, convertido en atracción de feria, una suculenta fuente de ingresos que explotaron a conciencia. Pero unos pocos, como Franklin, supieron adivinar las enormes posibilidades que se escondían tras ese recién nacido. Se acababa de abrir las puertas del cielo: exploraciones de territorios ignotos, observaciones astronómicas o un nuevo medio de transporte. Hoy, como entonces, vivimos tiempos de descubrimientos que a muchos les pueden parecer veleidades de científicos ensimismados en sus mundos. Ahora más que nunca es el momento de apoyar a esos aventureros de la ciencia, pues si no dejamos nacer y crecer sus ideas jamás tendremos espléndidas realidades que nos hagan volar. Nuestro futuro depende de ellos.