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El fin del mundo, otra vez

Cíclicamente nos enfrentamos a un nuevo "final del mundo". Recuerdo aquel pasaje de la novela de Eco El Nombre de la Rosa en la que unos lunáticos iban clamando por las calles: "arrepentíos pecadores que el final se acerca". Después de sobrevivir a la llegada del año 1000, de haber conseguido olvidarnos de las profecías de Nostradamus y el Efecto 2000, resulta que de nuevo teníamos otra cita con el Armagedón, esta vez pronosticado por los astrónomos mayas. Un Apocalipsis que, como no tuvieron a bien concretarnos, los agoreros le dieron diversas formas: colisión de planetas, agujero negro que nos iba a tragar o abundante fritura a base de tormentas solares.

Algunos incluso pensaban en invasiones alienígenas. Sea lo que fuere, numerosos grupos de "creyentes en el fin del mundo" se aprestaron a organizarse para sobrevivir a la catástrofe. Los hubo que anduvieron como locos tratando de reservar plaza en un hotel al pie de una montaña de los Cárpatos serbios, en el monte Rtanj. No es que en su cima hubiese un Arca como la patroneada por Noé, se supone que había algo mucho más sofisticado: nada menos que una construcción alienígena. Otra montaña, al parecer mágica, esta vez en Bugarach, a 60 km de Perpiñán, también atrajo a muchos adeptos. Todas estas historias me han hecho pensar en lo antigua que es la relación entre las montañas y los seres humanos. De nuevo, una montaña se transforma en símbolo de seguridad y refugio -por peregrino que nos pueda parecer en estos casos- ante los desastres de una todopoderosa naturaleza que no podemos controlar. Civilización tras civilización, hemos visto en ellas las moradas de los dioses, cuando no deidades ellas mismas o altares naturales a los que acudir en busca de ayuda. Y cuando no las teníamos cerca las hemos construido: desde los zigurats mesopotámicos a las imponentes pirámides faraónicas, las tumbas más imponentes jamás construidas, o los templos mayas.

Y, desde luego, todos los ejemplos de montañas sagradas como el Sinai, el Kailash o el Kawakarpo, montañas desde las que implorar a los cielos. En cualquier caso, quizá quien esté más acertado sea el autor de un cartel que he visto en internet y que reza: "No tengo miedo de que se acabe el mundo en 2012 Tengo pánico de que siga igual". La mala noticia: nos quedan días peores que estos del final del mundo. La buena: son días a los que podremos hacer frente -como decía Ernest Shackleton en la Antártida- con resistencia y optimismo. Eso es lo que les deseo. Mucha suerte y salud para el año 2013.