Desde aquel maldito retrovisor

Cuando aquel maldito retrovisor de una furgoneta segó la vida de Antonio Martín Velasco el 11 de febrero de 1994, me tragué la tensión durante horas de amargo trabajo, pero cuando salí de la vieja redacción de AS en la Cuesta de San Vicente me derrumbé y lloré como nunca. Yo no llevaba mucho en esto del periodismo, pero ya me había dado tiempo a cubrir dos ediciones del Tour de Francia. En la de 1993 conocí a Antonio, con quien me identifiqué pronto porque ambos éramos de la misma generación: la de 1970. Los dos iniciábamos nuestros sueños: él como presunto sucesor de Miguel Indurain, mientras yo me conformaba con poderlo narrar, que no era poco.

Con el paso del tiempo, mi profesión me ha llevado a vivir, más o menos cerca, otras tragedias como aquella de Antonio Martín… Recuerdo a Espinosa, a Saúl Morales, a Sanroma, a Casartelli, a Mariano Rojas, a Ricardo Otxoa, a Isaac Gálvez… Reconozco que nunca más volví a llorar de aquella manera, porque al final la profesión va haciendo costra, te construye una armadura… Pese a todo, y por mucho que se repite la historia, el drama del ciclismo, nunca te terminas de acostumbrar… ¿Cómo te vas a acostumbrar a que una vida se extinga a los 23 años? Y digo esa edad porque es la que tenía Víctor Cabedo, el último de la trágica lista…

 

Yo tendría que haber escrito hoy aquí del segundo título mundial en contrarreloj de Tony Martin, de la plata del emergente Taylor Phinney, del accidente de Marco Pinotti, del hundimiento inesperado de Alberto Contador… Y, sin embargo, tengo que desempolvar otra vez aquel recuerdo de Antonio Martín y de los que vinieron después. Esto también es ciclismo. Es la realidad de un oficio de riesgo: “Mueren más ciclistas que toreros”, me decía hoy mi director, Alfredo Relaño… Qué gran razón. El único paragolpes del ciclista es su propio cuerpo… Y ahí siempre tiene todas las de perder.

Cuando un coche y una bicicleta se encuentran en la carretera, el ciclista siempre va a ser la parte débil… Lleve quien lleve la razón. Pero no voy a cargar aquí contra los conductores. Primero, porque yo también lo soy. Y segundo, porque yo colgué la bicicleta con sólo 14 años después de ser arrollado por un autobús… Fue culpa mía, por cierto: crucé por donde no debía. Aún recuerdo la cara aterrada del conductor cuando bajó a comprobar mi estado… No me pasó nada grave. Todos somos personas, todos cometemos imprudencias. Sólo el respeto mutuo asegura la convivencia.  

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