El privilegio de ir contra King James
Todo el mundo quiere a Durant. Normal. Yo también. La unanimidad sobre su grandeza y la elegante belleza de su juego nos da un maravilloso jugador de baloncesto, pero poca literatura. Para eso necesitamos debate y conflicto, para eso necesitamos a LeBron James. Si nos enfrentásemos al deporte desde la objetividad absoluta (vaya peñazo), nadie le discutiría. Sólo Durant es comparable en ataque y nadie le tose en defensa. Es el mejor, sí, pero no al que más se halaga ni el que más admiración despierta. Ni de lejos. ¿Por qué?
La estrella más brillante de esta nueva era de la información, el escrutinio al que es sometido no tiene parangón. Jamás lo vivió Jordan, ni mucho menos Magic y Bird. Cada gesto se analiza, cada derrota se magnifica, se habla más de las cuatro cosas que falla que de las mil que borda. Es su sino. Ha cometido errores, claro. Algún gesto de más, ciertos colapsos bajo presión y, sobre todo, el show de La Decisión para anunciar que se iba a Miami. Vale. Pero con las cosas que se han visto en la NBA, es un angelito y, además, ha madurado. El anillo, al fin, le colocaría en su lugar: entre los más grandes de siempre. Dicho esto pensarán que voy con Miami. ¡No! LeBron es el mal. Pero, como Darth Vader, los mejores villanos son así: fabulosos, gigantes. Aborrecerles es un lujazo.