La hinchada que conmueve las finales
En diciembre, cuando la final era utopía y el Atlético amagaba con aplicar la revolución social pendiente, Falcao no salía de su asombro. El Rennes caía y los rojiblancos sellaban el pase a dieciseisavos como primeros. Pero el Calderón, harto de los gestores, de Manzano y de los jugadores, contestó cada gol propio con bronca. El del colombiano, el de Domínguez y el de Arda. Y Falcao no entendía nada. Miraba a los empleados y, con cara de perplejidad, preguntaba: ¿marcamos y los nuestros nos pitan? Ya ves, Radamel, el Atlético.
Antes y después de aquel episodio que le desconcertó, Falcao ha saboreado el aliento entusiasta de esa grada y también su runrún de reproches. Ya parece acostumbrado. O eso cree. Porque por más que le cuenten, no se hará una idea de lo que le espera en Bucarest. Si gana, alucinará, pero disfrutará de una alegría común, la característica de quien no gana a menudo. Si pierde, le costará un mes quitarse el nudo de la garganta. Esa gente no se contiene el último día. Incluso tras la derrota es capaz de quedarse media hora en el estadio dando voces de fidelidad extrema. Que se prepare Falcao, porque se va a emocionar. No hay afición como la del Atlético para vivir una final.