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La felicidad no tiene precio

El Atlético no se parece a lo que fue, pero en algunas cuestiones sigue anclado en el siglo pasado. Como en el reparto de sus entradas para las finales, donde en las últimas tres temporadas se le acumula el trabajo. Ya van cuatro con presencia rojiblanca y en todos los casos se ha recurrido a las colas de toda la vida, con su inevitable ración de codazos y picaresca, antes que al sorteo o la tecnología. En un intento por hacer justicia a la fidelidad, siempre se ha dado prioridad a los abonados de número de más bajo y, tal vez sin querer, se ha discriminado a los niños y jóvenes (muchos, socios del Atlético desde la cuna). Como es mayor la demanda que la oferta le resulta imposible atender a todos los seguidores. Pero hasta la fecha los damnificados han sido los mismos, precisamente los hinchas más heroicos, los que se han quedado a ciegas con las rayas y el escudo sin pruebas de esa grandeza que le han contado sus mayores, los que cantan el himno con la voz en alto aunque el blanco de sus compañeros de clase les aplaste en número y en cromos. Bueno, educados para la resignación por la propia clasificación liguera, el club al que adoran (no saben científicamente por qué) les prolonga a veces esa sensación incluso en los días felices. Sale más rentable un amigo que un derecho, también en los boletos para Bucarest.

Pero da lo mismo. Nadie ni nada apaga la ilusión y la fe a esa gente, adultos o pequeños. Casi al contrario, la desesperación por quedarse sin localidad ha multiplicado su ansiedad por la cita sin reparar en la crisis. Las colas no engañan. Dos años no le han quitado el hambre. El dolor reciente por otra Liga torcida no puede con el sueño de otra visita a Neptuno. Y ni miran el precio. La felicidad no lo tiene.