Titanic, donde todo era posible
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A bordo del Titanic, una ciudad flotante, viajaba una fiel representación de la sociedad británica de 1912. En esa muestra de más de dos mil pasajeros no podía faltar una actividad tan pujante como la industria que impulsaba los motores del nuevo siglo: el deporte. La ubicación de los deportistas en el barco es indicativa de los gustos y el pedigrí de la época: los boxeadores se alojaban en tercera clase; el campeón mundial de squash lo hacía en segunda y del lujo asiático de primera (4.350 dólares por pasaje) disfrutaban tenistas, golfistas o jugadores de polo. Si no hay constancia de futbolistas afamados entre los pasajeros se debe a que la competición vivía su momento más emocionante. De hecho, esa fatídica noche del 14 de abril se disputó la final de la FA Cup entre el Barnsley y el West Bromwich Albion (1-0), que reunió en Sheffield a 38.555 espectadores.
Dada la creciente popularidad del fútbol, es más que probable que algún balón fuera utilizado para entretener la travesía entre los pasajeros de tercera o segunda clase. Quién lo sabe. Tal vez alguno de esos balones flotó en el mar tras el hundimiento o quizá fue el salvavidas improvisado de un superviviente que lo guardó como oro en paño hasta que sus nietos o bisnietos lo perdieron jugando en el parque; los balones resultan tentadores por muy heroicos que sean. Quién me lo puede negar. El Titanic está plagado de novelas apasionantes que comparten una característica común: son inmortales. Pasen y lean.



