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Cuando estamos solos

Cuando escribía estas líneas la noche del miércoles, Albert Bosch cumplió su reto. Tras lograrlo, trataría de asimilar, después de tantos días de soledad en la inmensidad blanca, la extraña visión de una pequeña ciudad en medio de la nada que conforma la base norteamericana Amundsen-Scott. Se acercaría a la pequeña columna rodeada de banderas que señala los 90º Sur, el Polo Sur Geográfico, para hacerse las fotos de rigor y celebrar que ha conseguido recorrer a pie, solo y sin apoyos exteriores, 1.156 km hasta ese punto geográfico donde, hace cien años, llegó por primera vez un ser humano. Se conectaría a Internet para contarlo a los que siguen su aventura en el ciberespacio, y probablemente haría algunas llamadas con el teléfono satelital. Pero todo le seguiría pareciendo un sueño durante un tiempo. Necesitará que pasen días para asimilar, y comprender en toda su esencia, lo que ha vivido y sentido al atravesar el desierto más salvaje de la Tierra, para saborear la sensación de haber estado solo, al borde del mundo, casi como si fuera la Luna.

En esos cien años transcurridos entre la expedición de Amundsen y la de Bosch, uno de los cambios más significativos en el mundo de la aventura ha sido la capacidad que tenemos de comunicarnos con el exterior, estemos donde estemos. En realidad, esa transformación se ha vivido sobre todo desde las últimas décadas del pasado siglo. En mis primeras expediciones al Himalaya pasaban meses sin que pudiésemos contactar con la civilización. Como mucho, podíamos enviar alguna carta a casa, que llegaría a sus destinatarios meses después de haber terminado la expedición. Comentaba el otro día mi amigo Juanjo San Sebastián en El Larguero esa sensación de aislamiento y soledad que entonces nos envolvía cada vez que acometíamos una expedición. Y ambos coincidimos en no considerarlo como algo negativo, más bien todo lo contrario. Desde luego que la actual facilidad para contar las aventuras ha ayudado sobre todo a su financiación y a compartirlas con el resto de la sociedad en tiempo real.

Pero ese clima de soledad, sin ningún tipo de contacto con el mundo, propiciaba entre los que afrontábamos aquellos retos unos fuertes lazos de solidaridad, pues éramos conscientes de que sólo nos teníamos los unos a los otros para superar las dificultades y poder sobrevivir. Y para aquellos que se enfrentaban en solitario, por ejemplo, a una gran montaña o una travesía polar, ese aislamiento voluntariamente asumido era, además, un aliciente añadido para lograr el más difícil de los retos: conocer los propios límites. Es un sentimiento de soledad que no te abandona nunca.